En el siglo VII, mientras el Imperio Romano decaía, el emperador Heraclius hizo planes para reunirse con un rey bárbaro e intimidarlo. Pero sabía que el ejército romano, en su debilitado estado, ya no era demasiado intimidante. Así que el emperador contrató un grupo de hombres para potenciar sus legiones…, pero para propósitos más musicales que militares. Les pagó para que aplaudieran.
La táctica de Heraclius no hizo nada por detener la hemorragia de un imperio que se desangraba. Pero fue una especie de posdata a la larga relación de Roma con uno de los métodos más tempranos y universales usados para interactuar: aplaudir. En el mundo antiguo, significaba aclamación y también comunicación. Era, de cierta forma, poder. Era un medio para que los frágiles humanos recrearan mediante el choque de sus manos los estruendos de la naturaleza.
Hoy sigue un patrón muy similar. En el teatro, en lugares donde las personas se vuelven audiencia, seguimos golpeando nuestras palmas para mostrar aprecio ("Cuando aplaudimos a un artista -plantea el sociobiólogo Desmond Morris- estamos dándole una palmada en la espalda a distancia"). Aplaudimos, en la mejor de las circunstancias, de forma entusiasta. Y en la peor, aplaudimos irónicamente.
Pero también reinventamos el aplauso, para un mundo donde, técnicamente, no hay manos. Aplaudimos actualizaciones de nuestros contactos en Facebook. Compartimos. Retuiteamos las cosas interesantes para amplificar el sonido que generan.
Una forma de apreciación
Los investigadores no están seguros sobre los orígenes del aplauso. Lo que sí saben es que aplaudir es un acto muy antiguo, muy común y muy tenaz, una "faceta muy estable de la cultura humana", señala un estudio de la U. Carnegie Mellon (EE.UU.). Los bebés lo hacen desde los seis meses de vida, de forma casi instintiva. La Biblia lo menciona muchas veces como una aclamación ("Y ellos lo proclamaron rey y lo ungieron, y aplaudieron y dijeron "¡Viva el rey!").
Pero el aplauso fue formalizado -en Occidente, al menos- en el teatro. Los "plaudits" (la palabra viene del latín "golpear" y también "explotar") eran la forma común de terminar una obra. Al cerrar una actuación, el actor en jefe gritaba "¡Valete et plaudite!" ("¡Adiós y aplauso!"), señalándole a la audiencia que era momento del elogio.
A medida que el teatro y la política se fundieron -particularmente cuando la república romana se convirtió en imperio- el aplauso se volvió una forma para que los líderes interactuaran directamente con sus ciudadanos. Uno de los métodos principales usados por los políticos para evaluar su estatus ante la gente era analizar los saludos que recibían al entrar a la arena (las cartas de Cicerón parecían dar por sentado el hecho de que "los sentimientos de los romanos se despliegan mejor en el teatro").
Los líderes se volvieron astutos aplausómetros humanos, leyendo el volumen, velocidad, ritmo y duración de los aplausos de la multitud, en busca de pistas sobre sus destinos políticos. "Esto era prácticamente la versión antigua de una encuesta", dice Greg Aldrete, profesor de historia de la U. de Wisconsin y autor de Gestos y aclamaciones en la antigua Roma. "Así es como evaluabas a la gente y sus sentimientos", dice.
Antes que los teléfonos permitieran sondeos tipo Gallup, los líderes romanos reunían datos sobre la gente escuchando sus aplausos. Y también comparaban sus resultados con las encuestas de otra gente, con los aplausos inspirados por otros personajes. Luego que un actor recibiera "plaudits" más favorables que él, el emperador Calígula aseveró: "Desearía que el pueblo romano tuviera un único cuello".
Los políticos del mundo antiguo también practicaban una técnica de sus pares más modernos: investigar a la oposición. Cicerón enviaba a sus amigos al teatro, para que investigaran qué saludo obtenía cada político al entrar a la arena y así ver quién era más y menos amado por el pueblo.
De ladrillos y abejas
Hacia fines de la república romana y primeros días del imperio -entre el siglo I a.C. y el siglo I d.C.- los sistemas de aplauso se volvieron más elaborados. Cuando el poder se consolidó en una persona, pasando de César en César, los "plaudits" se volvieron más sistematizados y matizados. Aplaudir ya no era sólo un palmoteo. El ritual se vio influido por la expansión de Roma: Nerón modificó el estilo de aplauso tras un viaje a Alejandría, donde se impresionó con la forma de hacer ruido de los egipcios. Según el historiador Suetonius, el emperador hizo llamar hombres de Alejandría y, no contento con eso, eligió más de cinco mil jóvenes plebeyos divididos en grupos para que aprendieran el estilo de aplauso alejandrino… y para que actuaran cuando él cantaba.
Lo que Nerón quería replicar era el variado estilo alejandrino de hacer ruido, que según los textos de la época se dividían en tres variantes: "ladrillo", "teja" y "abejas". Las primeras dos variedades parecen referirse a los aplausos que conocemos hoy: "ladrillo" describía el golpe con las palmas planas y la "teja" aludía la versión con las palmas en ángulo más curvo. El tercer tipo parece referirse a un aplauso más vocal que mecánico, al zumbido similar al de un grupo de abejas que hace una multitud.
Evolución moderna
Así el aplauso se volvió una tecnología política. Por supuesto que esto no se limitaba al mundo antiguo. En Archipiélago Gulag, Solzhenitsyn describe una conferencia de partido a la que asistió Josef Stalin. Los asistentes se levantaron para saludar al líder, generando un aplauso de 10 minutos. Por supuesto, la reputación de Stalin lo precedía y nadie quería ser el primero en dejar de aplaudir. Finalmente, el director de una fábrica de papel se sentó, permitiendo que el resto siguiera su ejemplo. Tras el fin de la reunión, el director fue arrestado.
Pero el estilo soviético, desde la perspectiva del tirano, siempre es difícil de sostener… y eso era particularmente cierto en un imperio tan distribuido como Roma. Una de las razones que llevaron a los líderes romanos a construir anfiteatros de forma sistemática era ofrecer un lugar para que el público pudiera volverse públicamente en "los gobernados". El anfiteatro era un lugar de conversión. "Para ser un emperador legítimo -dice Aldrete- tienes que aparecer en público y recibir el aplauso de la gente". Así que las arenas era la versión romana de la radio y la TV, la antigua encarnación de Twitter.
Por eso no sorprende que Nerón enlistara a 5.000 hombres para que alabaran sus actuaciones. Siglos después, el actor y comediante Milton Berle le pediría a Charles Douglass -inventor de las famosas risas envasadas- que editara las carcajadas ligadas a algunas grabaciones de sus rutinas que no habían funcionado (Douglass logró hacerlo. "¿Ves? ¡Te dije que eran divertidas!", le dijo el comediante). Los romanos, por su parte, realizaban la misma edición, sólo que se limitaba a manipulaciones en tiempo real: existía una clase profesional de instigadores llamados laudiceni o "personas que aplaudían para comer" y que eran contratadas para infiltrarse en el gentío y manipular su reacción.
Lo mismo hicieron siglos después actores franceses, que institucionalizaron la práctica conocida como claque. El poeta del siglo XVI Jean Daurat es visto como culpable de esta tendencia: compró un montón de boletos para su propia obra y se los entregó a gente que prometió aplaudir al final de cada función. A comienzos de la década de 1820, esta táctica se había institucionalizado, con una agencia en París que se especializaba en este servicio (En Gobierno urbano y el surgimiento de la ciudad francesa, el historiador William B. Cohen describe las intrincadas listas de precios que estos falsos aduladores entregaban a sus potenciales clientes: el aplauso educado costaba cierto número de francos, el entusiasta costaba otra cantidad y aquellos que interrumpían a un competidor tenían otro valor).
Al igual que el dispositivo Laff Box inventado en el siglo XX por Douglass -que permitía a su operador seleccionar entre carcajadas pregrabadas-, los claqueurs ofrecían un amplio rango de reacciones a las multitudes parisinas. Antes que pasara de moda, su práctica se extendió a Milán, Viena, Londres y Nueva York. El claque, tal como otros engaños, perdió su poder cuando la gente empezó a conocer sus trucos.
Una transformación
Y los aplausos en sí también evolucionaron. Las sinfonías y óperas se volvieron más serias, alineándose con la reverencia asociadas a las ceremonias religiosas. Con la llegada de la grabación de sonidos y de actuaciones, se acallaron aún más. Saber cuándo guardar silencio y cuándo aplaudir se volvió una señal de sofisticación, un nuevo código que las audiencias debían aprender.
Así perdió gran parte de sus tonalidades y sutilezas. Esos cambios también transformaron a quienes actuaban. El aplauso empezó a parecer menos un diálogo con una audiencia y más una bruta transacción con ella. "El punto -decía Gustav Mahler- no es considerar la opinión del mundo como una estrella guía, sino que seguir adelante en la vida y trabajar sin deprimirse por el fracaso o dejándose seducir por el aplauso". La palabra inglesa claptrap -que mezcla el término aplauso y trampa pero que significa "burrada"- surgió en los escenarios del siglo XVIII para referirse a un truco diseñado para generar aplausos.
De esta forma, el aplauso se volvió una expectativa más que una recompensa. Tal como se quejaba Bárbara Streisand, quien conoce la adoración pública: "¿Qué significa que la gente aplauda? ¿Debería darles dinero? ¿Decir gracias? ¿Levantarme el vestido?" Por otra parte, señaló la actriz, ante la falta de aplauso -lo inesperado- sí podía responder.
Pero ahora estamos devolviéndole los matices al aplauso. Para eso usamos el mundo digital. Enlazamos y compartimos en oleadas a través de nuestras redes sociales. Dentro de la gran arena de internet, nos volvemos parte de la actuación simplemente por participar de ella, demostrando nuestra apreciación al amplificar y extender el show. Somos audiencia y actores a la vez; nuestro aplauso es parte del espectáculo y nos convierte en claqueurs.