“Yo era un alumno silla”, cuenta Ulises Sepúlveda (41), profesor y estudiante del doctorado en Ciencias de la Educación de la Universidad Católica, sobre sus años escolares. “Estaba en las sombras, siempre callado. No era un problema para nadie, pero me iba pésimo y nunca quería ir a la escuela. La verdad, yo la habría quemado”, dice.
Sepúlveda egresó de un liceo industrial con un promedio 4,9, sin hacer su práctica y con poquísima fe en su futuro. Intentó con la carrera de fotografía y pasó por el servicio militar, hasta que decidió darles una segunda oportunidad a los estudios. Tras dos años en el preuniversitario, sacó los títulos de Geografía y Pedagogía en la Universidad Católica. Hoy trabaja como profesor en la Universidad Alberto Hurtado y está a punto de alcanzar el grado de doctor (en educación), el más alto de la carrera académica.
Su tesis para lograrlo surgió a partir de su propia experiencia y se centró en cómo sobresalen o sobreviven al colegio los “mejores” y los “peores” estudiantes. ¿Los resultados preliminares? Que a mayor cantidad de mundos, actividades y relaciones, tanto fuera como dentro del colegio, aumenta la autoestima, autonomía y las expectativas de los jóvenes. Incluso los calificados como porros, flojos o desordenados. Es decir, que las tareas, las pruebas y el estudio no deben ser el único universo donde se mueven los niños.
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Las variables tradicionales para determinar qué es ser un buen o un mal alumno son el rendimiento académico y las notas y, por otro lado completamente distinto, el comportamiento y la disciplina. Y se mezclan. Por ejemplo, Sepúlveda tenía malísimas notas pero era tranquilo y callado: “Estaba en el extremo negativo del eje académico, pero en el positivo del disciplinario. Era el niño que no molesta”. El problema de este perfil de estudiante es que el colegio no les pone mucha atención. “En general, las escuelas pasan por alto al callado. Nadie intenta descubrir qué pasa en su mundo interior y quizás ese niño está sufriendo más que el ruidoso que corre por la sala”, afirma Tatiana Cisternas, directora del programa de Pedagogía en Educación diferencial de la Universidad Alberto Hurtado.
En cambio, el niño que realmente vuelve loco a profesores es el que tiene malas notas y es desordenado. Uno inquieto, pero con buen rendimiento, igual le “sirve” al establecimiento porque “sube el ranking y los resultados de las pruebas estandarizadas”, explica Sepúlveda. El otro ni se adapta ni tiene buenas calificaciones.
Conociendo la experiencia de Sepúlveda, muchos papás podrían preguntarse: ¿Cómo es que un “porro” termina con un doctorado? La respuesta es que no todo se decide en el colegio. “Los chiquillos salen pensando que la escuela lo define todo y eso es grave. Los estudiantes están muy solos y siempre la responsabilidad del éxito o del fracaso es personal”, afirma el geógrafo y profesor.
¿Todos monos?
“Un día llega un profesor a la selva y le dice a un elefante, a un pez y a un mono: ‘muchachos, la prueba de hoy consiste en subirse al árbol’. El mono queda feliz y es premiado como el mejor alumno. Los otros animales quedan muy desmotivados. Así funciona el sistema educativo: agarramos a todos, los cortamos con la misma tijera y decidimos que estos son los buenos alumnos y estos otros los malos. Eso es una locura. El pez puede ser bueno, pero pongámoslo en el agua”.
Pablo Menichetti, coach educacional y autor del libro Aprendizaje inteligente, usa la anécdota para ejemplificar cómo él considera que se está midiendo a los alumnos. Asegura que el “bueno” es aquel que es capaz de quedarse sentado, callado, escuchando y mirando el pizarrón. “Es decir, los niños que son capaces de adaptarse al sistema del siglo XIX, basado en la entrega unilateral del contenido. Se olvidan de que hoy la información está disponible en todos lados y lo que deberíamos entregarles a los niños son herramientas para administrar y utilizar la información, un foco totalmente distinto al que tenemos hoy”.
De acuerdo a Alejandra Falabella, académica de la Facultad de Educación de la UAH, para entender la forma en que funciona el colegio hay que entender su historia. “La escuela moderna nace como una institución que busca controlar y homogenizan la cultura de los estados nacionales, especialmente desde el siglo XIX y, de este modo, disciplinar al ‘buen ciudadano’ y evitar ‘el salvaje’. La escuela contemporánea continúa teniendo este rol de control social, de allí su permanencia en la sociedad a pesar de su crisis actual”.
Así, el uso del uniforme, el horario, la campana para entrar a la sala, los inspectores de patio, la escala de notas y los asientos mirando al profesor, serían todas expresiones de control y de disciplinamiento que aún persisten. Un ejemplo: hace un mes, casi un centenar de alumnos no pudo entrar al liceo politécnico de Llay-Llay porque, de acuerdo a las autoridades del establecimiento, el jumper de las alumnas era muy corto y los pantalones de los alumnos muy pitillos.
Según Falabella, la visión pasiva y controlada del “buen alumno” no tiene mucho sentido porque los niños aprenden moviéndose, interactuando, investigando y cuestionando. En definitiva, siendo activos en su aprendizaje. “Especialmente entre los 0 a 8 años, aprenden a través del cuerpo y es antinatural que estén sentados en una silla escuchando a un adulto”, explica la académica. “Esta visión de alumno obediente y quieto es contradictoria con los cambios sociales, epistemológicos y tecnológicos que requiere la sociedad actual”.
Para Menichetti, no existen los malos alumnos, sino simplemente niños que aprenden de distintas maneras. “Hoy los niños están hiperestimulados con imágenes, sonidos, movimientos, entretención e interacción. ¿Por qué a un niño no hay que darle una pastilla para que juegue un videojuego? Porque estimula todos sus sentidos. Lo mismo jugar a la pelota. Y los colegios no están ocupando toda esa capacidad”.
Según el coach, que importó la forma de enseñar de Singapur, hoy un niño puede tener promedio 7 en el colegio por saber memorizar como elefante, tomar apuntes como una máquina de escribir y repetir como loro. El problema es que este tipo de estudiante no se acerca al perfil de lo que se va a requerir en el futuro. “Necesitamos niños creativos, inquietos, visionarios y que sepan trabajar en equipo, habilidades que no está desarrollando el sistema. Ser creativo significa buscar una alternativa distinta a la que dice un profesor. ¿Está permitido eso hoy? No”. Y agrega: “¿Tiene que adaptarse el sistema a los niños? Por supuesto. Nosotros no vamos a cambiar a los niños, son generaciones distintas a la nuestra, capaces de hacer ocho cosas a la vez cuando nosotros hacíamos de a una. Sí o sí el sistema va a tener que adaptarse. El problema es que o lo hacemos ahora o esperamos 25 años más y perdemos a toda una generación, que es lo que está pasando”.
Hay esperanza
Para su tesis de doctorado, Ulises Sepúlveda le pidió a escuelas de distintos sectores de la capital que le presentaran a los dos alumnos más y menos representativos del establecimiento (de tercero y cuarto medio). Luego de varias entrevistas, descubrió que en muchos colegios hay espacios para que, incluso aquellos jóvenes que no se adaptan del todo en el sistema escolar, puedan aprender y vivir experiencias positivas. Lo malo es que son muy pocos los que tienen los recursos y determinación para abrir estos espacios. Ahí, explica, hay otra fuente de inequidad.
Para Sepúlveda, los estudiantes se diferencian por sus “topos”: lugares desde donde existen y dan significado a sus vidas. Un topo puede ser la sala de clases, pero también puede serlo la sala de música o la plaza donde se juntan con sus amigos. Pero en una escuela pobre en topos hay un solo elemento para medir a sus estudiantes y permitirles “existir” en ese mundo: las pruebas, y en consecuencia, las notas. Por eso, si les va mal, su futuro se ve negro. “El colegio le dice a ese niño: ‘no eres valioso, no nos interesas’. En cambio, un estudiante de un colegio rico en topos puede que tenga malas notas, pero organiza eventos, negocia con los profesores en nombre del curso, juega algún deporte, toca un instrumento, hace voluntariado, etc, y desde ahí se siente seguro, se siente parte de”. Es decir, tiene más oportunidades de encontrar un espacio donde desplegar sus talentos.
Un ejemplo: “Un chiquillo me decía que hacía hip hop con los amigos. Pero en la casa y el colegio le decían que era una tontera, que mejor se sacara buenas notas y no ‘se mandara cagadas’. ¿Cómo puede creer ese joven en sus capacidades e intereses si no rinde en la única cosa que le importa a los adultos que lo rodean? Así es imposible para los niños desarrollar autoestima y autoconocimiento”.
Sepúlveda cree que sus otros mundos o topos le ayudaron a convertirse en quien es hoy. “Yo tenía una vida muy rica afuera de la escuela. Salía a ayudar a vender a mi mamá en la calle, leía las noticias. De hecho, conversaba con mis profesores sobre la actualidad, pero me ponían una prueba y no había caso. Entonces, desarrollé un fuerte sentido de incompetencia sicológica que cargué por demasiado tiempo. Al menos hasta los 25 años, yo estaba bastante seguro de que era tonto. Eso pasa porque la seguridad de los niños se está construyendo afuera, desde lo que dicen la escuela y los adultos, y eso no les permite potenciar el humano genuino que llevan dentro”.
En el otro extremo están los alumnos que, para responder a las expectativas que les impone la escuela, reducen sus topos y le dedican el día completo al rendimiento escolar. Van eliminando amigos desordenados, talleres extraprogramáticos, las salidas con la mamá a la feria, etcétera. Pareciera, entonces, que se van a dedicar a dar pruebas el resto de sus vidas. Por el contrario, las verdaderas pruebas están afuera, como lo demuestra el libro En la vida diez, en la escuela cero, donde investigadores brasileños descubren cómo los niños de las favelas, con pésimo rendimiento académico en matemáticas, son perfectamente capaces de hacer los mismos cálculos cuando se dedican a vender, comprar u hacer otro tipo de operaciones de la vida cotidiana.
Según Mario Carrasco, prefecto de estudios de un colegio de Lo Barnechea, la influencia familiar es clave porque tanto el interés por el conocimiento como el hábito de estudiar se forman principalmente en la casa. Como es lógico, la casa es uno de los topos más importantes y hay muchos alumnos en cuyos hogares se conversa poco, no hay libros, los niños no están supervisados en su tiempo libre y pasan muchas horas frente al computador y la tele. “Si no tienen interés por conocer, cualquier cosa que les propongas en clases va ser nada, cero estímulo”, asegura.
Ulises Sepúlveda ya no quiere quemar las escuelas como cuando era estudiante. Sí cree que deben evolucionar y potenciar los espacios realmente importantes. “¿Qué es lo que uno más recuerda del colegio? Las convivencias con los compañeros y los profesores, los encuentros deportivos y las obras de teatro. No es una cosa del azar, esas son las experiencias significativas que después nos llevamos”.
Por eso, frente al desazón que significa para muchos ir al colegio, Sepúlveda ha decidido contar, al inicio de sus cursos, su propia historia. “Profe, ¿entonces tenemos una esperanza?”, le dicen. “¡Sí!” , responde él convencido.T