ANTES que Carlos Ulloa comenzara a sudar, estaba metido en una consultora de ingeniería en el piso 12 de un edificio en El Bosque con Vitacura, vestido de pantalón de tela beige, zapatos café y camisa blanca listada con rayas celestes. Hacía un plano. Es ingeniero industrial, pero trabaja diseñando caminos para empresas mineras.
El calor de las siete de la tarde cae sobre Vitacura y Carlos, como si fuera Clark Kent, ya ha dejado toda su ropa formal en un mueble de madera en su oficina. Ahora trae puestos pantalones cortos negros y polera roja dry fit, de esas que hacen que la humedad se evapore rápidamente.
-¿Estás lista? -pregunta.
Sus piernas empiezan a moverse como engranajes mínimos. Sólo se trata de dar unos pequeños saltos antes de la largada. Carlos tiene sus propias reglas. Cuando muchos corredores precalientan el cuerpo con dedicación antes de comenzar, él dice que es mejor sólo elongar 30 segundos por pierna. Eso lo hace en su oficina, antes de bajar a la calle. Estira la pierna izquierda, la derecha y luego los brazos.
Está preparado. Antes de partir, mira el cielo, se asegura de que no oscurezca pronto y da un vistazo a Vitacura: hierve en tacos.
-Cuando paso trotando a esta hora cerca de una fila de autos me siento feliz. Yo sé que algunos envidian mi libertad -dice.
Santiago es un caos y él sonríe. En el fondo, él tiene algo de poder: sus piernas.
Esta historia recuerda la de Erwin Valdebenito, empleado público que corre 22,5 kilómetros entre su casa en San Bernardo y su trabajo en el centro de Santiago y que en 2004 inspiró el documental El corredor, de Cristián Leighton. Carlos no tiene el récord de Erwin, pero posee su propia marca: corre 1 kilómetro en 4 minutos. A esta hora, cuando todo se complica en la calle y los atochamientos mandan la escena, sólo lo interrumpen los autos.
Corre lunes, miércoles y viernes desde su trabajo hasta su casa, en Recoleta con Américo Vespucio. Demora 50 minutos, lo mismo que tarda si se va en micro.
-Por aquí se pone más tranquilo -comenta-, mientras sus zancadas caen sobre el pavimento. Ya abandonamos el caos vial y apuramos el paso por Avenida El Cerro, que bordea el San Cristóbal.
Yo sudo. El, mucho menos.
¿Alguna vez te ha servido correr tanto?
Sí, tres veces. Una vez, cuando era adolescente, un amigo me dijo que corriera porque habíamos hecho perro muerto en un restaurante y yo salí disparado, pero no era verdad, había pagado. La segunda vez, se me quedó una billetera en una micro, era una Recoleta-Lira. Tenía como 15 años y corrí tras ella, tres cuadras. Era importante, porque tenía el carnet, ¡mi primer carnet de identidad! Y mi pase escolar. Hasta que la alcancé.
Correr te sirvió para recuperar tu billetera.
No, sólo alcancé la micro. La billetera se la robaron.
Me río. El no. Está concentrado en el camino. Trotamos. Esquivamos un par de autos y antes del ascenso al cerro San Cristóbal, aparece la única persona que le hablará a Carlos en el camino.
-¡Ya le llevan ventaja como cinco personas! -grita Flavio-. Es un cuidador de autos que trabaja detrás del Hotel Sheraton.
Cada vez que Carlos pasa, Flavio lo alienta. Aunque Carlos no necesita nada para correr. Ni apoyo. Ni aplausos. Siempre va concentrado escuchando en su MP3 a Radiohead. Ni siquiera necesita agua. Los 11 kilómetros que corre los hace sin tomar una gota.
-Mira qué linda imagen -apunta con la mano una postal perfecta de Santiago antes de oscurecer.
Ya hemos subido el cerro detrás de los canales de televisión. En 15 minutos, Santiago es otro. No hay ruido, ni bocinas. Mientras el trote se hace regular -ya no vamos subiendo al encontrar un plano- los minutos se convierten en un regalo. De alguna parte llega el olor de un jazmín del cabo.
A Carlos, correr le ha servido para mantenerse delgado y tener los índices de grasa a raya. Pesa 65 kilos y mide 1,76 metro.
Ya llevamos cinco kilómetros.
El trote sigue rítmico por Domínica. Tomamos Avenida Perú.
-¡Cuidado con los perros! -advierte Carlos, mientras corremos por el bandejón central.
Desde la vereda de enfrente ocho perros ladran como si fuéramos un pedazo de carne.
-Aquí sí que tengo cuidado. Se me han tirado a las piernas, aunque nunca me han mordido.
Los perros de la calle son un problema para un corredor. De pronto no se ven, no están cerca, pero llegan, siempre llegan.
Aunque ni los perros convulsionan ese placer que siente Carlos al trotar.
-Correr mejora mi autoestima. O sea, si pude trotar 42 kilómetros, puedo arreglar cualquier problema -dice convencido-. Se refiere a la Maratón de Santiago del año pasado, una distancia que venció en 3 horas y media.
A pesar de la rapidez que ha logrado, nunca ha llegado entre los tres o cuatro primeros. Algún día quiere ganar, para contarles a sus hijos. Ahora apuramos el paso. Vemos la meta. La estación de metro Einstein. Nos demoramos mucho más en llegar hasta el destino y no es precisamente por su culpa. Pero llegamos.
-No me dijiste cuál fue la tercera vez que correr te sirviera -le recuerdo.
-Cuando era chico. Si jugaba a la "pinta", era el más rápido. Si jugaba "al pillarse", jamás me atrapaban. Yo siempre, siempre, libraba a todos.