Poco antes de morir, John Cheever (1912-1982) se empinó como uno de los cuentistas definitivos de la segunda mitad del siglo XX americano. El reconocimiento fue generalizado: mientras el libro con sus mejores relatos vendía la inesperada cifra de 125 mil ejemplares, recibía el premio Pulitzer en 1979. Nada de eso le importa a Harold Bloom (77). Arbitrario y abrumadoramente culto, el crítico, que en los 90 legó al mundo El canon de la literatura occidental, ubica a Cheever, con algo de cariño, entre los escritores "de segundo orden", junto a John Updike y Vladimir Nabokov.

La incorrección, casi una bofetada al establishmente cultural norteamericano, no es tan sorpresiva viniendo de Bloom. Para él, los ganadores en la carrera literaria universal hace mucho tiempo están definidos: William Shakespeare, "el primero entre los escritores", y Walt Whitman, sin competidores en América. El impacto de ambos se extiende por todos los géneros. Por eso, pese que ninguno escribió cuentos, ambos son mencionados en Cuentos y cuentistas: El canon del cuento, el último libro de Bloom disponible en español.

El volumen es una introducción a 39 cuentistas, mayoritariamente rusos y estadounidenses, en el que Chéjov, Kafka y Hemingway se llevan los mayores elogios y donde apenas brillan dos hispanos: Borges y Cortázar. Sí: es una lista llena de omisiones. Al teléfono desde Estados Unidos, Bloom cuenta a La Tercera que el libro recoge una labor de 20 años, cuando trabajaba editando antologías para Chelsea House Publisher. "Si están ausentes más cuentistas chilenos o latinoamericanos, se explica en parte por razones comerciales de la editorial. Pero yo defiendo cada uno de los textos", se excusa.

Una lista vergonzosa

Para Bloom, la famosa lista del canon es prácticamente una maldición. "La lista fue un gran error. Me la pidió mi agente y la editorial para que ayudara a vender más el libro. Protesté, pero finalmente terminé haciéndola en los últimos días. Puse lo que tenía en mi cabeza y, por supuesto, en el proceso dejé fuera a muchos grandes escritores", asegura Bloom. "Si pudiera hacerla de nuevo, si estuviera obligado por contrato, lo pensaría muy bien, consultaría libros y entonces incluiría a escritores en español, portugués e italiano. Y por supuesto habría escritores asiáticos. Fue muy desafortunado. La lista es una vergüenza para mí".

Vergonzosa o no, la lista tenía un arrojo inusual. Publicado en 1994, El canon occidental salió a contrapelo del vertiginoso avance relativista de los estudios post coloniales y la crítica multicultural en la academia. Bloom llamaba al orden. Lo pedía un hombre que cree que, "entendido adecuadamente, Whitman puede ser una educación de la autoconfianza y la cura de la propia conciencia". O, como anota Juan Villoro, lee a Shakespeare como autor de "textos casi sagrados". Su polémica selección tuvo un efecto inesperado para un profesor de Yale: masividad. Pero el tiempo pasa: hace tres años, James Wood, crítico del New Yorker, sentenciaba: "Como crítico literario, en los últimos años Bloom no tiene importancia".

Chejovianos y kafkianos

Aunque Wood estuviera en lo cierto, en El canon del cuento a Bloom no le interesan los últimos años: usa el cuento para examinar la historia de la literatura. Dramático y apasionado, en los 39 ensayos monta una teleserie en la que se enfrentan creencias gnósticas y ecos del trascendentalista R.W. Emerson, Joseph Conrad supera a Henry James en influencia, y Kafka, Borges y Poe forman una corriente alternativa al imperio de Chéjov en el cuento. Todo arranca de una duda: ¿quién diablos es el cuentista que define al género?

"El cuento no tiene ningún Homero o Shakespeare, ningún Dickens o Proust; ni siquiera de Turgueniev o de Chéjov, o de Joyce o de Lawrence, Borges o Kafka, de Flannery O'Connor o Edna O'Brien se puede decir que dominen la forma", escribe Bloom. "Si me paro a pensar en algunos de mis cuentistas favoritos del siglo XX, digamos Henry James y D.H. Lawrence, apenas tengo conciencia de que estén escribiendo en el mismo género", añade.

Teniendo en cuenta esas dudas, recorre cronológicamente casi 200 años de relatos: desde el ruso Alexander Pushkin (1799-1837), hasta el estadounidense Raymond Carver (1938-1988). Bloom siente el peso histórico de su trabajo e incluye a varios autores que no le interesan: "Poe fue y es nuestra histeria, nuestra rara unanimidad en nuestras represiones", anota. A renglón seguido, dispara: "Fue un gran creador fantástico, cuyos pensamientos eran lugares comunes y cuyas metáforas estaban muertas". Luego, trata al autor de La caída de la Casa Usher de "abominable".

Alaba al visionario Hans Christian Andersen ("todavía no hemos aprendido a leerle"), se centra en El capote de Nikolai Gógol, sostiene que Lewis Carrol no logra trascender a sus "brillantes parodias" y asume un tono definitivo al iniciar la reseña de Chéjov: "Sigue siendo el más influyente de todos los cuentistas". Del ruso, dice, vienen Joyce, Lawrence y, Hemingway. A Herman Melville, en cambio, lo sitúa bajo la influencia de Shakespeare y destaca sus relatos Bartleby, el escribiente y Benito Cereno. De contrabando, sentencia: "Moby Dick es, junto a Hojas de hierba y Huckleberry Finn, una de la candidatas a ser nuestra épica nacional".

En otra de esas digresiones, Bloom dice que aunque parecía obvio que fuera James, "fue Conrad quien se convirtió en la figura más influyente para la generación de novelistas americanos a la que pertenecieron Hemingway, Fitzgerald y Faulkner". Enfrentados a estos tres, el crítico se deshace en elogios: "Si Hemingway fue el Lord Byron de nuestro tiempo, Fitzgerald es uno de los primeros candidatos a ser nuestro John Keats". Y sigue con el autor de Adiós a las armas: "Hemingway es el mejor escritor de cuentos en inglés desde Dublineses de Joyce".

Paralelamente, plantea Bloom, Kafka había arrojado al relato una incredulidad "sin espacio para la salvación", que Borges ampliaría con su "escepticismo intelectual" con vocación moralista y fantástica. Desde ahí, sigue el crítico, surge el italiano Italo Calvino: "Mucho de su obra acabará por olvidarse, pero no Las ciudades invisibles (...), porque nos devuelve la forma pura de la narración, al género de lo maravilloso, al reino de la especulación", anota.

Mientras avanza en el siglo XX y más se aleja de los clásicos, Bloom se pone más quisquilloso. Al llegar a J.D. Salinger, arriesga una teoría para explicar su retiro basado en la historia del contemplativo Seymour Glass (Seymour: una introducción): "Puede que la contemplación sea un modo de ser muy digno, pero no tiene historia alguna que contar". A Cheever le dedica menos de dos páginas para valorar su cuento El marido rural. Pero al teléfono lo pone en contexto: "Es un cuentista interesante. Sus textos están bellamente escritos, pero sus limitaciones se ven claramente cuando los pones junto a los grandes cuentos de Hemingway o algunos de Fitzgerald".

A Updike le pide evitar el exceso de juicios y decididamente se lanza al cuello de Raymond Carver. En el libro dedica dos páginas a analizar las similitudes entre su cuento Catedral con El ciego, de D.H. Lawrence. Termina diciendo que Carver está "sobrevalorado". A La Tercera agrega: "Le falta sangre. Si se lee junto a Alice Munro, Carver es débil".

Bloom también incluye en El canon del cuento a Kipling, Thomas Mann, Jack London, Katherine Anne Porter, Steinbeck, Isaac Bábel, Flannery O'Connor y Cynthia Ozick, entre otros. Sólo la última y Salinger están vivos. Nada raro: Bloom mira la historia. Predicar un canon es suficiente riesgo. Ni siquiera se atreve a una teoría del género: "Acaso los cuentos se relacionan los unos con los otros sólo como los milagros".