MARTES de fines de mayo, sala del segundo medio C. "Un dí-a Di-os-est-aba re-par-tiendo, repartiendo, vi-da a los a-ni-ma-les". Uno de mis alumnos, L., intentaba leer un pequeño cuento acerca de cómo el gato logró tener siete vidas robándoselas a Dios.
El ejercicio era medir su velocidad lectora para tener un diagnóstico y luego aplicar estrategias. Tomando en cuenta que en octavo un alumno debiera leer 180 palabras por minuto, establecimos que lo esperable para segundo medio serían 200 palabras. Sin embargo, de 30 alumnos evaluados en cada curso, sólo dos o tres llegaban a esa cifra. La mayoría se ubicaba entre 150 y 180 palabras y en todas las salas había, sin excepción, alguien que leía menos de 100. En este caso, L. no llegaba a las 80. Otro dato desalentador: de los más de 150 estudiantes que pasaron por la lectura, sólo uno me pidió terminar el cuento para saber su desenlace.
En ese momento, me di cuenta que la brecha que separa a los estudiantes vulnerables con los de colegios privados es más profunda de lo que se cree. Una persona que no puede leer fluidamente es casi un analfabeto funcional. Fue una revelación: mientras yo hablaba en mis clases de factores de la comunicación, los alumnos todavía juntaban letras.
Había llegado a hacer clases a un liceo técnico del sur de Santiago convencida de que, con el aporte de miles de profesionales, como el mío, mejoraría, en parte, la educación.
Fueron los cuatro meses más intensos de mi vida. En ellos aprendí que en colegios de 200 puntos del Simce como éste, todo se confabula para que nada funcione: alumnos muy vulnerados, que sólo van al colegio a comer o porque es un lugar más seguro que la esquina; un sistema que sólo busca retener a los esquivos y desganados escolares a punta de aprobarlos, pese a que no aprendieron nada; profesores que, después de ocho horas gritando frente a un curso, cruzan la ciudad para hacer clases en un colegio vespertino y poder hacerse un sueldo de 800 mil pesos al mes.
Es la tremenda lejanía entre lo ideal y la realidad de las escuelas de escasos recursos y malos resultados.
En el liceo estudian cerca de 600 alumnos. Junto a otros de la comuna, dan educación a casi la totalidad de los jóvenes del sector. La cobertura universal que logró la enseñanza media es, de hecho, uno de los motivos de orgullo del país en educación.
Sin embargo, en el liceo, de los 45 matriculados por curso, en los buenos días no más de 35 llegan a clases. Cuando hace frío o llueve, lo hacen entre 10 y 15. En una ocasión, en un tercero medio, había seis alumnos. El resto estaba en una fiesta en la casa de uno de ellos. Y los que llegaron al colegio no fueron para no perder clases, sino porque les caía mal el organizador de la fiesta.
Al preguntarles por qué faltan, la mayoría confiesa que no le interesa estudiar. El colegio para ellos es el lugar de reunión con los amigos, donde comer o dormir seguros. N., uno de mis alumnos de segundo medio, se había ido de la casa y aprovechaba el poco calor de las salas para reponerse. Para otro, era el lugar donde recuperar el sueño perdido la noche anterior, supuestamente vendiendo droga. Otra alumna, de 15 años, era agredida en su hogar por su pareja, un adulto condenado por homicidio. Para ella, el colegio era su refugio. Para todos ellos, la meta era pasar un día más sin correr peligro. Las notas les daban lo mismo.
Con ese panorama, el verdadero desafío de los profesores es mantener a los alumnos en la sala de clases o que estuvieran callados y despiertos. De 90 minutos, se pierden 15 tratando de hacerlos entrar a la sala, otros 15 para que se sienten, callen y saquen sus cuadernos, y los últimos 15 intentando volver a sentarlos. Porque, al menor descuido, guardan sus cuadernos, se ponen la mochila y se paran en la puerta.
Uno de mis cursos más desordenados era el segundo C. Diez minutos antes del recreo, ponían un ringtone que imitaba el sonido del timbre. Más de una vez caí. Con ellos se hacía difícil tener paciencia.
Otro de mis cursos desordenados, pero cariñosos, era el segundo E. Para motivarlos, inventé que cada ejercicio tendría de premio una carita feliz, como las que se utilizan en kínder. Fue un éxito. En dos semanas, cada vez que había un ejercicio, hasta los más "choros" preguntaban: "¿Es con carita feliz?". Así, logré que, de los 90 minutos de clases, se aprovecharan, al menos, 50.
Inicios de abril. Los alumnos deben leer Nada menos que todo un hombre. A la prueba no van más de 30 alumnos. Todos obtienen un rojo. Nadie se dio el trabajo de leer el libro. La recomendación de la Unidad Técnica Pedagógica: no se puede poner la nota al libro. El segundo libro del año: Subterra. De los 29 alumnos que rindieron la prueba, 14 obtuvieron un rojo. Entendí por qué los colegas no hacían ya pruebas de libros, sino que sólo trabajos en clases. La nota entonces fue promediada con un ejercicio en clases.
La práctica de promediar las notas malas con trabajos en clases es habitual entre los docentes, como una forma de evitar la repitencia y que los alumnos deserten. Sólo así se explica, en parte, por qué varios llegan a segundo medio apenas leyendo.
Las consecuencias se extienden a los otros ramos: mi colega de matemáticas, quien también hacía clases bajo el programa que me reclutó, tuvo que repasar primero las sumas y restas antes de enseñar de nuevo las tablas de multiplicar. A alumnos que están a sólo dos años de terminar su educación formal.
La realidad de los docentes
Ya lo decía el informe Mc Kinsey, que analizó el secreto de los mejores sistemas educativos del mundo: los profesores son la clave. Pero cuando un profesor nuevo gana entre 300 mil y 400 mil pesos al mes, el incentivo es claramente insuficiente.
Por los bajos sueldos, la mitad de los docentes del liceo trabajan en otro lugar después de las ocho horas.
Mientras los estudios internacionales hablan de que es vital que los docentes dediquen, al menos, el 30% de la jornada a horas no de aula, para planificar las clases, varios de mis colegas no asomaban antes de la medianoche a sus casas, después de haber salido de ellas de madrugada.
Un colega llegó a trabajar 70 horas a la semana. Otro, después de la jornada de ocho horas, corría a la escuela nocturna, de donde salía a las 11 de la noche. Con ese nivel de trabajo, pocos tienen ganas de usar sus fines de semana para pensar estrategias que mejoren sus clases.
Muchas veces me vi tentada a no preparar clases, porque en la Unidad Técnica se entregaba una planificación semanal que nadie chequeaba si se aplicaba en la sala. No había personal para eso. La Unidad Técnica, en realidad, es una sola persona.