EN DEMOCRACIA las autoridades son responsables ante la población. La mayoría de las veces así ocurre, al punto que, cuando ésta pierde la paciencia, vota para sacarlas del cargo y entrega la responsabilidad a otros. Sin embargo, en un número cada vez mayor de ocasiones da la sensación de que las cosas son al revés: pareciera que diversas autoridades de los tres poderes del Estado están hartas de que no les respondamos como ellas quieren, por lo cual han decidido tomar la iniciativa en una serie de ámbitos donde hasta hace poco los ciudadanos decidíamos de manera autónoma.

Nuestras autoridades se aburrieron de que insistiéramos en tomar y manejar y optaron por una ley que convierte en delito lo que antes era sólo una falta; discuten la manera de limitar que nos expongamos a la publicidad que promueve la comida chatarra; se cansaron de vernos fumar y lo prohibieron en un sinnúmero de sitios donde antes era común hacerlo; quieren evitar, a través de una ley, de que pronunciemos palabras que puedan ser interpretadas como discriminatorias; han dispuesto que es posible divulgar los e-mails de los funcionarios públicos.

Quienes impulsan estas determinaciones y otras similares las justifican afirmando que ellas permiten incorporar legislación moderna que nos ubica a la par con, a su juicio, envidiables ejemplos internacionales. En el caso del tabaco se menciona a España; en el de la ley de alcoholes, a Australia. Parecernos a esos países nos acercaría al desarrollo. También sostienen que las medidas adoptadas preservan los derechos de otros y nos protegen de ciertos malos impulsos que, en ausencia de las restricciones, seríamos incapaces de controlar.

La consecuencia de este afán paternalista es una ampliación de las atribuciones del Estado y una disminución de la autonomía personal. Por ello definía Octavio Paz al Estado como un ogro filantrópico que, queriendo hacer el bien, acaba atropellando la libertad individual. No se trata de creer que el Estado es el enemigo, sino de entender que su esfera de acción es limitada y debe consistir en proveer el marco institucional para que podamos aspirar a una existencia feliz. En el caso de personas adultas, esto supone tratarlas como tales, no como a niños que necesitan ser reformados y a los cuales se les debe enseñar paso a paso el camino correcto. El efecto insoslayable de ese voluntarismo será hacer irresponsables a las personas, al quitarles autonomía y sustituir su iniciativa por la del Estado, negándoles de paso el reconocimiento de sus potencialidades y su dignidad. Además, actuar de esa forma desconoce una realidad esencial: la vida y la experiencia son mejores maestras que un grupo de burócratas que puede terminar haciendo experimentos, a veces crueles, con sujetos de carne y hueso.

Una gran tentación de quien ejerce autoridad es creerse un sabelotodo capaz de decidir como un padre bienintencionado, pero que finalmente muestra toda la delicadeza de un elefante en la cristalería. El antídoto más poderoso para no sucumbir a ella es recordar la regla de oro de la democracia: las autoridades son responsables ante los ciudadanos, no al revés.