ALGUNOS miran la pantalla del televisor que cuelga de los techos, aunque no la escuchan. En realidad, ni siquiera están prestando atención, solamente miran hacia arriba porque observar un poco más allá de la nariz es casi imposible. Una multitud espera detrás de la línea amarilla del andén. Todos están parados, unos al lado de otro, hombro con hombro, nariz con espalda, dando pequeños pasos para tener una mejor ubicación cuando el tren se detenga. Los de más atrás leen la publicidad de los murales, aunque ya la conocen de memoria. Las mujeres aprietan sus carteras bajo el brazo, las mamás levantan a sus hijos y algunos obedientes siguen la instrucción de avanzar hacia los extremos. Cuando llega el tren y se abre la puerta, la gente comienza a empujar, a mover sus bolsos para que encajen en algún lugar. A esquivar manos, pies, pelos. Todos más juntos que antes, con olores que se superponen, con personas que para aislarse escuchan música, que miran el paisaje oscuro de los túneles, hombres que intentan que su cuerpo no roce mucho el de una mujer para evitar miradas suspicaces, ejecutivos que hacen verdaderos origamis con el diario gratuito para poder leerlo.
La escena ya la conoce, seguramente la vivió muchas veces si se le ocurrió tomar el Metro por estos días a eso de las siete de la tarde o en la mañana. Porque el 4 de mayo pasado, el Ferrocarril Metropolitano marcó una cifra récord en su historia: 2,5 millones de personas viajaron en sus vagones. Pero a un costo muy alto: si en 2007, un metro cuadrado lo compartían cuatro pasajeros, ahora son siete. ¿Consecuencias? Lo dijo Cortázar: "El hombre que baja al metro no es el mismo que vuelve a la superficie".
Mi metro cuadrado
"Siento que me estreso por todo, me molesta que me aprieten, que me empujen, que la gente respire con la boca abierta, que no se pueda respirar",(Javier Áreas, 27 años).
El espacio personal es un concepto que la ciencia describió en los años 60, pero ahora descubrió que su origen está en el cerebro. A mediados del siglo pasado, el antropólogo estadounidense Edward Hall dividió nuestro espacio en cuatro "burbujas". El primero es el espacio íntimo, un perímetro de 45 centímetros, en donde permitimos que entren personas muy cercanas, como los mejores amigos o familiares. El espacio personal es el siguiente. Y va desde los 45 centímetros hasta el metro y 20 centímetros. Usamos esta distancia en conversaciones informales con amigos, pero la cercanía de un desconocido en este espacio nos incomoda, nos hace sentir invadidos y nos estresa. Eso nos pasa en el vagón. Porque, claro, lograr un metro de distancia en un vagón lleno a las siete de la tarde es imposible. Los investigadores advierten que, dependiendo de la cultura, podemos aceptar unos centímetros más o menos de cercanía con un desconocido. Pero lo que sí es universal es que este sentido del espacio propio lo desarrollamos entre los tres y cuatro años, y es en la adolescencia cuando se consolida.
Ahora sabemos que es nuestro cerebro el encargado de delimitar estos espacios. Más precisamente la amígdala, una región en forma de almendra ubicada en cada lóbulo temporal, que controla el miedo y procesa las emociones. Investigadores del Instituto de Tecnología en California estudiaron el caso de una mujer con una lesión grave en esta zona. Mientras la gente con la amígdala en buen estado prefería una distancia de 64 centímetros para sentirse cómodos, la mujer en cuestión no tenía problemas en acercarse hasta 34 centímetros.
Cuando subimos la escalera mecánica y salimos a la calle, sentimos que recuperamos nuestro espacio personal, que esa invasión se disipa, que por fin tenemos la distancia necesaria. Que ahí se termina el estrés que nos ocasiona viajar tan apretados. Pero no es tan así. Por décadas, investigaciones internacionales han analizado las causas del estrés y las consecuencias de viajar en estas condiciones. Y han descubierto que los efectos sicológicos perduran por mucho más tiempo después de salir de la estación.
"Llego a la oficina un poco abrumada, en vez de sentarme derecho a trabajar, llego con ganas de no hacer mucho, me conecto en las redes y necesito un par de horas para adaptarme" (Soledad Fuentes, 35 años).
El hacinamiento genera un deterioro de las capacidades cognitivas, que puede prolongarse por algún tiempo durante el día. En 1975, por ejemplo, investigadores estadounidenses hicieron el siguiente experimento: a viajeros que se trasladaban en horarios punta o valle se les pidió que realizaran tareas cotidianas, como buscar números de teléfonos. Encontraron que los que se desplazaban en condiciones de hacinamiento registraron una capacidad disminuida para completar las tareas después del viaje, a lo que se sumaba un estado de ánimo más bajo y mayor ansiedad.
Más recientemente, Glenn Williams, sicólogo de Nottingham Trent University en Reino Unido y especializado en este tema, encontró que tras un viaje en transporte público y en circunstancias de hacinamiento, el 60% de los viajeros se sentía muy cansado. "La gente necesita un tiempo de recuperación, porque han estado en un momento de 'lucha' por tener su espacio", dice a La Tercera.
Media hora, al menos, se demora una persona que viajó hacinada en estar en condiciones de comenzar la rutina de trabajo o casa. Fue a la conclusión que llegó el inglés David Lewis, doctor en Sicología y director de investigación de la consultora Mind Lab Internacional: "Un viaje así pone a la gente irritable, de mal humor y cansada. Y eso los lleva a cometer más errores en su trabajo", dice a La Tercera y explica que como la mayoría sale rápido de su casa, no comen lo suficiente y, por ende, sus organismos no tienen los nutrientes necesarios para soportar un viaje tan estresante. En un estudio en Reino Unido se encontró, además, consecuencias físicas: las personas que viajaban en transporte público con mucha gente se quejaban más de dolor o tensión en el cuello, hombros, problemas de espalda y sensación de letargo.
"El metro me arruina el día. Llego a mi casa muerta de cansada y eso está afectando mis relaciones familiares. Mis hijos me preguntan qué me pasa y yo digo que nada, porque no es que me pase algo, es la instancia del metro la que me deja de mal humor" (Jessica Vásquez, 43 años).
"Cada día pierdes en el andén 1,8 minutos. No pierdas tu tiempo, ven y golpea". Ese era el eslogan que se lee en un pushing bag que una marca deportiva instaló el año pasado en los andenes del metro de Shanghai. Esta ciudad china es la que mueve más pasajeros en el metro (dos billones al año). Digamos que, en promedio, 16 chinos comparten un metro cuadrado en el vagón. Y este saco de arena promovía que los chinos pudieran descargar su estrés y sus frustraciones en los andenes. Antes de llegar a la casa o al trabajo.
En el estudio "El hacinamiento y la invasión del espacio personal en el tren: Por favor, no haga que me siente en el medio", de la Universidad de Cornell, los investigadores analizaron muestras de saliva en los recorridos para detectar los índices de cortisol, hormona del estrés. Descubrieron que las personas que viajaban en condiciones de hacinamiento y, peor aún, en el asiento de al medio, aumentaron su registro de cortisol en 200%, mientras que su rendimiento disminuía en 6% y el estado de ánimo en 4%. Otro estudio que midió los índices de cortisol en pasajeros de New Jersey concluyó que eran mayores los niveles de esta hormona durante el viaje. Incluso, en una investigación de Reino Unido, la frecuencia cardíaca y la presión arterial de los pasajeros eran mayores que la de policías y pilotos en circunstancias extremas.
No es todo. También nos volvemos menos solidarios. Uno de los estudios más conocidos acerca de lo que ocurre en los ferrocarriles subterráneos lo realizó el sicólogo social Stanley Milgram de la U. de Yale a principios de los 70. Quería indagar qué tan solidarias son las personas en el vagón. Les pidió a sus alumnos que pidieran el asiento en el Metro, bajo excusas del tipo "me siento mal, me voy a desmayar". El 68% estuvo dispuesto a ceder su puesto. Pero eso, solo si el vagón estaba a medio llenar. Porque en horas punta, cuando la densidad era sofocante, sólo el 42% accedió.
Pérdida de control
"Mi viaje depende del conductor, de la masa que te empuja. Al principio me estresaba mucho, ahora me entrego un poco, es como si fuera un ente que tuviera que llegar, hacer el trayecto de todos los días, es como si en el metro dejo de existir, solo sé que debo llegar al trabajo y a mi casa" (Verónica Sandoval, 45 años).
Según el investigador David Lewis, un ingrediente esencial en todas estas situaciones el sentimiento de pérdida de control. Explica que al no estar expuestos a la luz del día y bajo tierra, la sensación de estar atrapados, en medio de la multitud, aumenta y genera ansiedad, aun cuando no estemos conscientes de lo que sentimos. "No tienes el control sobre lo que está sucediendo. Menos bajo tierra, en un bus puedes ver vías de escape, en un metro si se detiene no se puede hacer nada. Eso nos hace sentir amenazados. En estas nuevas sociedades, aunque usualmente no tenemos el control, nos gusta pensar que sí lo tenemos, es una necesidad, y si sentimos amenazada esa seguridad, nos angustiamos", dice Lewis.
Este investigador también describe un fenómeno que él denomina "amnesia del viajero": muchos de los usuarios de metro en horas punta son incapaces de recordar algún detalle de su viaje, una anécdota o el color de pelo de quien iba a su lado. "La persona se encuentra en piloto automático", dice.
"La música me relaja. Me ayuda a olvidar un poco cómo me chocan y se pelean. Cuando voy parada escucho música y cierro los ojos. Logro salir de ese momento de estrés"(Lorena Nieto, 42 años).
Usar los maletines o abrigos para proteger el espacio de intimidad es algo que muchos viajeros utilizan para sentirse más cómodos. Y si bien estas tretas surten algún efecto, las investigaciones están demostrando que la mejor ayuda proviene de la música. Expertos de la Universidad de Londres descubrieron que las personas que escuchan música agradable son más capaces de tolerar a un extraño más cerca de ellos. Sin música, la menor distancia aceptable son 74 centímetros; pero si una canción que nos gusta suena en el MP3, podemos soportar que ese desconocido se nos acerque hasta 54 cm. "La música genera emociones positivas y eso puede reducir el estrés provocado por una persona desconocida que está demasiado cerca", dice a La Tercera, Ana Tajadura-Jiménez, investigadora del estudio. Después de todo, ahora sabemos que está comprobado que entre tanta gente, al menos tenemos la música de nuestro lado.