Fue como si los disparos hubieran ayudado a recordar eso que en Nairobi muchos presentían. Era el sábado 21 de septiembre y el secuestro por parte de los terroristas de Al Shabaab, que terminaría costándoles la vida a 67 personas, en el centro comercial de Westgate, llevaba no más que un par de horas cuando se escuchó esto fuera del cordón perimetral que había instalado la policía.
-Nairobi no es una ciudad segura. Como individuo te expones a que te roben o te timen, pero como colectivo podías estar tranquilo.
El que lo decía era un norteamericano, rodeado de compatriotas, que hablaba como queriendo explicar esa sensación de seguridad que se había perdido. A la salida del centro, un ciudadano inglés que abandonó el Westgate minutos antes de que comenzaran los disparos, decía: "Siempre piensas que puede pasar algo, porque la amenaza existía. Pero nunca imaginamos que sería así".
Nairobi, en la mente de los occidentales que llegaban a trabajar a Kenia, en Africa Oriental, era un lugar relativamente tranquilo, porque a diferencia de sus vecinos, como Etiopía, Somalia, Uganda, Tanzania y Sudán del Sur, no era un país que hubiera sufrido grandes guerras ni conflictos de larga duración en el último tiempo. En Kenia no se recuerdan golpes de Estado y el evento más sangriento que se tiene en la memoria fue hace 15 años: Al Qaeda bombardeó la embajada de EE.UU. y dejó más de 200 muertos.
Pero ese tipo de cosas pasaba antes. Cuando Nairobi todavía no mostraba al mundo la imagen de cierto bienestar económico, donde su Bolsa de Comercio hoy es capaz de realizar 10 millones de transacciones al día, ubicándola como la cuarta más importante del continente. Esa clase de números arrastraron hasta la ciudad a más de 100 compañías internacionales y a las oficinas centrales de General Electric, Google, Young & Rubicam, Coca Cola y las del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente.
Ese crecimiento pronto volvió escaso el espacio en el distrito central de negocios y entonces el polo de desarrollo se trasladó a Westlands, uno de los 17 distritos de la ciudad. "En Westlands -dice la poetisa nairobeña Njeri Wangari- te encuentras con empresas como Barclays y Deloitte. Es un área urbana predominantemente ocupada por la comunidad india. El boom empezó aquí dentro de los últimos 10 años. Westlands ha tenido un crecimiento sostenido a partir de las construcciones de malls y de edificios de multinacionales. Sólo en ese barrio hay cuatro centros comerciales. Es uno de los lugares donde vive y compra la elite de Nairobi".
Entender eso le da otra dimensión a lo que sucedió en el Westgate.
En una ciudad donde buena parte de la población vive con US$ 4 al día, un centro comercial con tiendas de diseño, situado en un barrio pensado para extranjeros donde los arriendos de departamentos pueden costar hasta US$ 920 mensuales, puede ser visto como una provocación.
Dice Njeri: "Al ciudadano promedio le molestan lugares como Westlands. Porque a pesar de ser keniano, nunca tendrá suficiente dinero para ir y comprar en lugares como ese".
Westlands está situado al oeste de la ciudad, entre el centro, el distrito diplomático y dos zonas residenciales de clase media. Ahí pueden verse lujosos campos de golf, rascacielos de cristal, políticos trasladándose en autos de más de 67 mil dólares y muchos otros síntomas que convierten a Nairobi en la metrópoli con más potencial del este de Africa. Pero en medio de todo eso, también convive un laberinto de calles sin asfaltar.
La mejor manera de llegar a Westlands desde el centro de la ciudad, es por la calle Parklands: un desfiladero de edificios de cemento que hace tiempo necesitan otra capa de pintura y que en su interior esconden supermercados, oficinas y comercio. Las veredas no están bien pavimentadas, el asfalto está lleno de socavones y la competencia no beneficia a todos.
"Se hace difícil competir con centros comerciales como el Westgate", explica Kennedy, encargado de un supermercado cercano. "Allí puedes encontrar de todo y los wagungu -palabra swahili que significa hombres blancos- prefieren pasar el día entero allí, porque van a hacer la compra, a ver una película y luego a cenar, sin tener que moverse más de 50 metros. Nuestros clientes son gente sencilla que vive cerca o viene de paso".
En un país donde se estiman 44 millones de habitantes y en el que el gobierno no maneja estadísticas oficiales en muchos temas, Nairobi sobrevive con sus más de 3 millones de residentes. Dos tercios de ellos lo hacen desde suburbios, donde la mayoría trabaja de sol a sol, con la esperanza de que sus hijos puedan ser médicos, empresarios o abogados, como los que viven en Westlands o Karen, otro conocido barrio del oeste de la ciudad.
Si Westlands es la cara que Nairobi está orgullosa de ofrecer al mundo, Kibera, que significa Jungla, es la que la avergüenza. A sólo 5 km del centro, es la favela más grande de la ciudad. Allí, unas 170 mil personas, repartidas en cuatro aldeas, viven con menos de un dólar al día, sin electricidad ni agua potable.
Esa ciudad más real y cercana a Kenia siguió los eventos en el Westgate por la radio, pero no se detuvo. Como Dennis, que tiene un puesto callejero en Dagoretti Market, en la otra punta de Nairobi, y que no faltó ni un solo día a su cita con las verduras. "Me levanto cada mañana a las cinco para ir a buscar los tomates y los plátanos que me proporciona un viejo amigo. Mi familia depende de lo que gano aquí, que no es mucho". En un buen día puede ganar 400 o 500 chelines, que equivalen a menos de US$ 7. Sus hijos van a la escuela, algo que él no pudo hacer.
Los contrastes de estas dos ciudades que parecen convivir en Nairobi, Njeri Wangari los explica así: "En fotos, Westland se ve muy moderna. Pero el resto de la ciudad es distinto. Nairobi no es tan rica, moderna y clase alta".
Las casas en Westlands y en todos los barrios residenciales de Nairobi, son como fortalezas en miniatura. Muros coronados por alambres o vallas electrificadas, enormes puertas metálicas, con candados y garitas de seguridad en la entrada, son requisitos para todo inmueble. Las calles no son seguras de noche y la policía ni se aparece.
"La delincuencia es un problema muy grave y el gobierno no parece dispuesto a ponerle remedio", dice Salil, miembro de la gran comunidad india que vive en el barrio. Como no se fían de la policía, que está entre las más corruptas e ineficientes de Africa, han creado sus propios equipos de vigilancia y salen por las noches a patrullar sus calles. Aunque se niegue a reconocerlo porque es ilegal, Salil cuenta que algunos van armados con pistolas. "Tenemos un sistema de alarmas por mensajería móvil y podemos responder a cualquier emergencia en minutos", confiesa.
Están tan bien organizados que cuando empezó el tiroteo en el Westgate fueron de los primeros en llegar, incluso antes que la policía. "Estaba en el primer piso haciendo compras de última hora cuando oímos disparos", comenta Salpat, otro vecino. "Intentamos bajar al piso de abajo para ver qué sucedía y pedimos ayuda a un policía, pero no quiso moverse de donde estaba". Cuando habla, su rostro y su voz muestran que su enfado no es nuevo.
Lo ocurrido en el centro comercial es el punto culminante de una relación de desencuentros con las fuerzas de seguridad. O así al menos lo ven sus residentes. Porque para el resto, para personas como Njeri, lo que pasó en el Westgate derrumbó la creencia de que en ciertos barrios de Nairobi aún se podía estar tranquilo.
Dice ella: "La sensación que queda es que el gobierno no puede protegernos. Su capacidad para garantizar nuestra seguridad ha sido seriamente puesta en duda. Especialmente por el hecho de que esto ocurriera en Westlands, considerado el más seguro de los barrios. Es realmente espantoso".