TARA Blocker recuerda que al nacer su hija Ashley no lloró como todos los niños. Tampoco lo hizo la primera vez que, jugando en el jardín, quemó sus manos con agua caliente, pese a las ampollas que aparecieron rápidamente. Pero fue a los tres años cuando una infección ocular arrojó los primeros indicios de que algo extraño pasaba: durante el examen la niña reía, por lo que el doctor pensó que padecía de algún tipo de insensibilidad en la córnea. Tras una serie de análisis, muestras de sangre y escáners cerebrales, el diagnóstico fue concluyente: “Insensibilidad congénita al dolor”, les dijo el médico.

El doctor que la examinó explicó a los padres de Ashley que no era mucho lo que podía hacer, que en la ciudad no habían tratado casos como éste. Esta familia de Virginia, Estados Unidos, tuvo que aprender a vivir con los ojos bien puestos en su hija, incapaz de sentir temperaturas extremas de frío o calor, debido a esta extraña enfermedad que desactiva el circuito del dolor en el cerebro. Para ella incluso comer un plato caliente representa un peligro.

Sus padres y profesores relatan que, a diferencia de otros niños, Ashley parece no tener miedo a nada. Al no sentir dolor, nada le impide asumir riesgos que otros niños no tomarían, desde saltar desde mucha altura mientras juega, hasta tomar un insecto que la podría picar. Ella simplemente no asocia el dolor con el peligro. La historia de esta niña que hoy tiene 13 años no sólo está arrojando luces sobre la función vital del dolor en el organismo y el comportamiento, sino que está sirviendo para investigar enfermedades como el dolor crónico y depresión.

Hasta hace algunos años se pensaba que el dolor era más bien un síntoma que nos alerta de que algo anda mal en el organismo, pero gracias al análisis de casos como éste, hoy es considerado como una enfermedad en sí mismo. Millones de personas en el mundo conviven con distintos tipos de dolores considerados crónicos, como la fibromalgia, síndrome facial, los dolores derivados del cáncer y otros generados por traumatismos, y todos tienen algo en común: persisten por más de seis meses y no responden a los tratamientos analgésicos convencionales. El mismo circuito nervioso que impide a Ashley sentir dolor es el que convierte las vidas de estos pacientes en un calvario. Tanto, que los principales centros hospitalarios del mundo han desarrollado unidades especialmente dedicadas a estudiar y tratar el dolor crónico.

El gen del dolor

El doctor Roland Staud, de la U. de Florida, llevaba 15 años trabajando con pacientes con dolor crónico cuando, en 2005, se enteró por la prensa del caso de Ashley Blocker, La niña que no puede sentir dolor, como titulaban los medios. Según relata este especialista en The New York Times, nunca había tenido ocasión de conocer un caso como este.

La historia de Ashley adquirió notoriedad cuando la familia Blocker decidió recurrir a la prensa para contactar a alguien que supiera más de esta enfermedad o, al menos, conocer a otras familias que tuvieran hijos con el mismo problema. La respuesta de los medios fue inmediata: Ashley apareció en televisión, en la cadena BBC e incluso en la revista People expuso su caso en portada junto a la fotografía de Brad Pitt y Jennifer Aniston.

Niños arriesgados

Tras invitar a los Blocker a su laboratorio, el doctor Staud comenzó a realizar los primeros estudios con muestras de material genético de la niña, que revelaron la presencia de dos mutaciones del gen SCN9A, el mismo que con alteraciones de otro tipo conduce a patologías de dolor crónico. Este hallazgo, que reveló la conexión entre el gen y la insensibilidad al dolor, fue corroborado en 2006 por el genetista de la U. de Cambridge, Inglaterra, Geoffrey Woods. Trabajando con familias en Paquistán con hijos que presentaban defectos congénitos (en ese país muchos matrimonios se forman entre primos), el investigador había descubierto tres casos de insensibilidad al dolor similares al de Ashley.

Todos presentaban el mismo comportamiento arriesgado de la niña estadounidense, con muchas cicatrices, marcas en la piel y lesiones visibles ocasionadas por quemaduras. “Muchos de estos niños mueren tempranamente, porque tienen comportamientos muy riesgosos. Esto comprueba que el dolor modula nuestro comportamiento, regula prácticamente todo lo que hacemos”, señaló el experto británico en una entrevista a The New York Times. En la escuela siempre hay alguien acompañando a Ashley, que monitorea desde sus juegos en el patio hasta la hora de almuerzo, donde recibe ayuda para probar si el plato está muy caliente. Cuando debe quedarse en casa sin supervisión, sus padres recurren a toda clase de técnicas, como vendar sus manos con paños húmedos.

El dolor y el comportamiento

El gen en cuestión es el responsable de que cuando tocamos algo caliente o helado, la superficie de nuestra piel envíe señales eléctricas al cerebro haciéndonos reaccionar. Pero la mutación de Ashley desactiva esta capacidad. Y, al haber nacido con esta condición, nunca tuvo la oportunidad de relacionar el dolor con el peligro, lo que modifica su comportamiento hasta el borde de la insensibilidad.

Este comportamiento arriesgado y la aparente ausencia de miedo permitió que los especialistas comenzaran a investigar si las emociones también se ven afectadas. Diversos estudios han demostrado que incluso en ciertos casos la depresión es ocasionada por un agotamiento de los neurotransmisores asociados al dolor. De manera inversa, pacientes con dolor crónico son más propensos a desarrollar depresión. Aunque la mamá de Ashley reconoce que durante toda su vida su hija ha demostrado ser menos propensa al llanto, asegura que es una niña sensible y emocional como todas. “Cuando murió su perro regalón, Ashley lloró desconsolada. Ella experimenta la pena como cualquier niño”, relata Tara.T