Se acuerda de esa vieja pregunta de ingenio: ¿qué pesa más: un kilo de algodón o un kilo de acero? La respuesta, obvio, era que pesan lo mismo: un kilo (aunque no tantos la sabían de buenas a primeras). Bueno, lamentablemente, no pasa lo mismo con las calorías, aunque muchos estuvimos convencidos por harto tiempo de que bastaba con restringir el consumo calórico para perder peso. Es decir, que no importaba que las únicas mil calorías que debíamos ingerir durante el día vinieran de un plato de tallarines, si no comíamos nada más. De hecho, muchas dietas de emergencia se basan precisamente en eso: en priorizar sólo carbohidratos (porque las lechugas son carbohidratos) o sólo proteínas. Es cierto que los nutricionistas siempre dicen que debe mantenerse una alimentación balanceada para no poner en riesgo la salud (lo que no importaba tanto cuando lo que se tenía en mente era el traje de baño). Sin embargo, lo que la ciencia constató este año va más allá: no es lo mismo consumir mil calorías a través de un plato de pastas que mil calorías que vienen de proteínas, carbohidratos y grasas (sí, también de grasas). Porque en la primera opción, el resultado será algo más que un problema de mal nutrición: será más hambre y más kilos acumulados.
El hallazgo no sólo desalentó a muchos. También engrosó la lista de evidencias que están modificando definitivamente el concepto de "dieta", alejándose de aquellos regímenes extremos y abriendo -para los que aún necesitan una respuesta más rápida que el consabido "cambio en el estilo de vida"- lo que hoy podrían denominarse dietas temporales: planes menos restrictivos y que aprovechan ciertas particularidades del metabolismo humano para acelerar la pérdida de peso.
La ciencia interviene las dietas
El mayor acceso a la información, que elevó la preocupación por una vida saludable y por el peligro de trastornos alimentarios, fue decisivo para que las personas comenzaran a mirar con sospechas esos planes que ofrecían perder muchos kilos en pocas semanas. Sin ir más lejos, sólo el 15% de los chilenos reconoce que recurre a las dietas estrictas, según una encuesta de la Universidad Central. Otro dato: un recuento realizado por el periódico estadounidense Los Angeles Times muestra que los libros de dietas más populares de esta temporada se alejan casi completamente de los métodos extremos. La mayoría echa mano a lo que la ciencia está demostrando. Como el hallazgo que destruyó la utilidad del mero conteo de calorías o de las dietas que privilegian un solo macronutriente (carbohidratos o proteínas).
La investigación del Hospital de Niños de Boston, publicada en la revista de la Asociación Americana de Medicina, puso a dieta a tres grupos de personas, cuya misión era bajar entre el 10% y el 15% de su peso. En orden aleatorio, los investigadores les asignaron a los voluntarios tres tipos de dietas, todas con el mismo número de calorías diarias. Una era estándar, compuesta de 60% de carbohidratos, 20% de proteínas y 20% de grasas. La segunda, con el 10% de calorías provenientes de carbohidratos, 60% de grasas y 30% de proteínas. Y la tercera era una dieta que contemplaba 40% de carbohidratos, 40% de grasas y 20% de proteínas. Increíblemente, aquellos que fueron sometidos a la primera dieta lograron quemar 350 calorías más al día (el equivalente a una hora de ejercicio moderado) que aquellos con la dieta baja en grasas. Pero lo que mejor resultado fue para los que siguieron el último plan: quemaron 500 calorías diarias más que quienes casi no consumieron grasas.
Conclusión: no es el número de calorías, sino el tipo de alimento el que importa. Es decir, los tallarines no deben evitarse sólo porque sean más calóricos, sino porque su metabolismo es diferente. Y la explicación es simple. Cuando consumimos azúcar o carbohidratos complejos (como pan, arroz o pastas) se elevan los niveles de insulina. Esta hormona es la encargada de que la glucosa que circula en la sangre ingrese a las células para que sea convertida en moléculas de ATP, donde se almacena la energía. Cuando los niveles de insulina están bajos, el cuerpo recibe la alerta de que no está ingiriendo glucosa y procede a utilizar las reservas, que de lo contrario, se convierten en grasa. Pero cuando los niveles de insulina se disparan, el cuerpo comprende que debe procesar la glucosa que entra, en vez de consumir la acumulada, que se convierte en grasa.
Fin de las dietas estrictas
Otro aspecto que la ciencia demostró: privarse con demasiado ahínco de los alimentos sólo lo hará engordar más, porque el cuerpo no está hecho para renunciar de buenas a primeras al hábito de la comida rica en grasa. La mente tampoco: la doctora estadounidense Dina Zeckhausen dice a Tendencias que "nos rebelamos naturalmente cuando sentimos que estamos bajo un control demasiado estricto" y por eso caemos en la tentación de los alimentos "prohibidos".
Nuestro cerebro tiene mucho que ver en esto. En los últimos años ha quedado claro que ajustarse a un plan de alimentación que abandone la comida chatarra no es simplemente una cuestión de voluntad, ya que nuestro cableado cerebral está hecho para encontrar placer en la grasa y en el azúcar. Tanta, que los neurocientíficos no dudan hoy en hablar de adicción a la comida chatarra. La doctora Sarah Leibowitz, de la Universidad Rockefeller, comprobó esto al alimentar a un grupo de ratones con comida rica en grasas y descubrir que cada vez que la ingerían, sus cerebros producían un tipo particular de neuropéptidos (pequeñas moléculas encargadas de provocar o inhibir respuestas como el sueño o el apetito), que los hacían querer cada vez más grasa. Entre más comían, más querían consumirla. Los alcances de este mecanismo quedaron claros en un estudio realizado en el Instituto de Investigación Scripps, en Florida, que encontró que cuando los ratones se acostumbran a este tipo de alimentos, son capaces de seguir ingiriéndolos aun cuando se los amenaza con shocks eléctricos.
La adicción a la comida, como a las drogas o al alcohol, se desencadena preferentemente en personas con comportamientos particularmente ansiosos o con predisposición genética a adquirirla. Sin embargo, la necesidad normal del consumo de grasa tiene una razón fisiológica, ya que en las proporciones adecuadas, ésta nos permite vivir y funcionar normalmente. De hecho, ni siquiera a una ensalada se le puede sacar el suficiente provecho si no se le agrega cierta cantidad de aceite. Así lo probó un estudio publicado en el American Journal of Clinical Nutrition: cuando se comen vegetales, como las zanahorias, deben acompañarse de un poco de grasa, como aceite o queso, para que el cuerpo sea capaz de absorber nutrientes como el licopeno y el beta caroteno, que ayudan a prevenir las enfermedades cardíacas y el cáncer.