Hablar por estos días del Bicentenario del Teatro Chileno puede sonar seductor y hasta retumbante, aunque sea falso. En rigor, como arte específicamente nacional sólo comenzaría a concretarse hace un siglo, con la aparición de las primeras compañías con directores y actores chilenos, interesados en dar a conocer a nuestros incipientes dramaturgos y representando sobre el escenario temas y lenguaje propios. Nada de esto existía hasta entonces.

Hasta finales del siglo XIX, el dominio del arte teatral en Chile lo ejercieron las compañías españolas de zarzuelas que, en medio de sus arrebatadoras funciones musicales, incluyeron ocasionalmente obras de autores criollos. Llegado el siglo XX, la Primera Guerra Mundial obligó a muchos de estos grupos hispánicos a prolongar su permanencia en América. La necesidad de renovación del repertorio los obligó a echar mano de escritores y actores chilenos para autoabastecerse. Como para el Centenario habían aumentado las expectativas de crecimiento, así como el afán de consolidar nuestra identidad, se vio en la escena una posibilidad de crear un sueño anhelado por muchos: un teatro chileno que reflejara lo que las compañías extranjeras no podían reflejar.

Así, para el Centenario estaban echadas las bases del nacimiento de un teatro nuestro. Los inicios más tempranos están en 1913, con la aparición de la Compañía Dramática Nacional, bajo la dirección de Adolfo Urzúa Rosas, y que se postulaba así misma como "aficionada", estableciendo una modesta posición frente a los elencos extranjeros (o "profesionales"). Fue fundada por un grupo de escritores, entre ellos Manuel Rojas, Antonio Acevedo Hernández y José Santos González Vera. Su objetivo era mostrar obras de sus compatriotas. Recorrieron los teatros Brasil, Dieciocho, Imperial y Excelsior.

La primera compañía chilena catalogada como "profesional", y que abrió las posibilidades a la formación de toda una generación de intérpretes, fue la Báguena-Bührle, encabezada por Enrique Báguena y Arturo Bührle. Comenzó a dar espectáculos oficialmente con este nombre en el teatro Palet de Talca, en 1917. Presentaron casi exclusivamente obras de autores chilenos del momento. Entre los actores se encontraban Pedro Sienna, Juan Ibarra, José Domenech, Elena Puelma, Elsa Alarcón, Asunción Puente y Pilar Matta.

El grupo se mantuvo unido hasta 1921. En esos productivos cuatro años estrenaron a los autores nacionales más populares del momento: Hugo Donoso, Víctor Domingo Silva, Armando Moock, Nathanael Yáñez Silva, René Hurtado Borne, Carlos Cariola, Guillermo Bianchi y Aurelio Díaz Meza. Durante este período, los Báguena-Bührle realizaron incontables giras, despertando por primera vez una devoción popular hacia los actores chilenos y creando un público que repletaba las salas de Santiago y provincias.

Arturo Bührle era el tipo de actor cómico, quizás el más popular que ha tenido Chile. Tenía ángel escénico y empatía con el espectador. Según Rafael Frontaura, "jamás leía un parlamento ni se caldeaba el cerebro para componer un tipo. Cogía el papel y se lo metía en el bolsillo sin mirarlo". Al momento de su muerte (producida por cirrosis) en Valdivia en 1927, cuando tenía tan sólo 41 años, una multitud se abalanzaba en cada pueblo a la estación de trenes por donde pasarían sus restos con destino a Santiago. Este tipo de devoción popular fue el síntoma de cómo en 10 ó 15 años las compañías chilenas y sus intérpretes ocuparon un lugar privilegiado en las preferencias del público, que desplazó progresivamente a los grupos extranjeros.

Entre el nacimiento de esta primera compañía, en 1917, y el final de la década de 1930, una generación de artistas construyó el teatro nacional. Durante esos años, los actores chilenos que sobresalieron en las carteleras y formaron compañías propias o se integraron a otras, fueron Rafael Frontaura, Pedro Sienna, Evaristo Lillo, Rogel Retes, Alejandro Flores, Lucho Córdoba, Nicanor de la Sotta, María Llopart, Elena Puelma, Elsa Alarcón, Paco Ramiro, Jorge Quevedo y Enrique Barrenechea.

Hicieron y deshicieron compañías que a veces duraban una temporada o una sola función. Estos actores formaron un núcleo de ídolos populares, símbolos en su mayoría del individualismo reinante entonces en la creación escénica. Eran un grupo de vida bohemia y de continuos rechazos a los convencionalismos y prejuicios imperantes. Dotados de brillantes condiciones, carentes en general de formación técnica y artística, sus dotes innatas los colocaron, de acuerdo con las formas establecidas, a la cabeza del teatro en los años 20.

Su forma de representación escénica y modo de producción constituía uno de los fenómenos más apasionantes del período. Habitualmente las obras elegidas para sus repertorios debían servirles para su lucimiento personal. De incierto futuro y excesiva movilidad, luchaban por su sustento diario. No eran precisamente mirados como un ejemplo de virtud o un modelo a copiar por la misma sociedad que los aplaudía.

Producto de este hervidero, durante la década del 20 el barrio de Avenida Matta fue llenándose de teatros: Coliseo, Imperial, Esmeralda, San Martín y Pepe Vila. El anhelo de las compañías era poder "pasar al centro". Las salas tenían platea, balcón, anfiteatro y galería. En este último lugar se juntaba el público más popular. "Mientras la galería grita desaforadamente y la platea, autoritaria, hace callar, los espectadores de los sillones de balcón conservan un perfecto silencio", escribió Daniel de la Vega.

Durante este período de crecimiento se desarrolló una forma del espectáculo teatral que perduraría entrados los años 40. Grupos y actores se guiaban en sus montajes por el estilo que habían aprendido de los españoles, los que a su vez seguían la costumbre del teatro melodramático del siglo XIX: no existía escenografía corpórea, sino que todo (muebles, puertas, chimeneas y hasta sillas) estaba simulado por telones pintados que se bamboleaban con las entradas y salidas de los actores y que colgaban de las parrillas del techo. El escenario era iluminado por ampolletas colocadas al borde, llamadas "candilejas".

El actor era el centro del espectáculo y debía tener un abanico de cualidades inimaginables hoy. Por ejemplo, era poco frecuente que memorizaran su papel y los ensayos consistían a veces sólo en una lectura de los textos para ver la ubicación de los personajes. Por ello, era fundamental la presencia del apuntador. Este leía todo el texto de la obra durante su representación, y el actor repetía lo que el otro, oculto en una concha de espaldas al público, le iba dictando.

En muchas ocasiones el actor ni siquiera conocía la obra completa, sino sólo su parlamento. Y otras veces salía "al toro": sin saber de qué obra se trataba ni haber visto su papel. Se encomendaba entonces al apuntador con estas palabras: "Ñatito, estoy verde: cuídame". Según el actor Pepe Rojas, "el actor tenía un doble oficio en aquella época: actuar y oír; primero oír y después actuar, lo cual era muy difícil, ya que las obras se hacían con tres o cuatro ensayos".

La ignorancia de sus roles obligaba a que los actores recurrieran a las morcillas: improvisaciones sobre la marcha, aunque muchas veces lo hacían para divertir al espectador. A veces eran tantas, que se "metían en un jardín", es decir, no podían recuperar su texto original. Debían, entonces, "entretener la escena", mientras alguien "les daba la letra". Usaban un estilo de dicción declamativa, enfática, plagada de "latiguillos", que consistía en acentuar o apurar el final del verso o frase para conseguir el aplauso del público. Así, cada noche había una función distinta.

Todos estos trucos nacían no sólo por un estilo, sino de la necesidad de presentar varias obras durante períodos cortos: muchas veces, por ejemplo, tres funciones diarias los viernes, sábados y domingos, pero cada vez una obra distinta. Era imposible, entonces, aprenderse tanto texto. En sus memorias, Frontaura escribió que "por aquellos años (1921-1922) había que estrenar dos o tres obras por semana si se quería conservar el favor del público y, naturalmente, los actores debían realizar verdaderos milagros, saliendo a escena con el papel prendido con alfileres, con muy pocos ensayos, y teniendo que recurrir a mil trucos para disimular la ignorancia de la letra, el desconocimiento de muebles y utilería".

Las compañías prácticamente carecían de vestuario y éste debía aportarlo el propio actor. Por lo tanto, las posibilidades de trabajar en el teatro eran mayores en la medida en que se poseyera más ropa. Según el actor Domingo Tessier, "el empresario contrataba a figuras que -además de tener 'hecho' el repertorio- fueran poseedores de un baúl completo, dado que un actor, por bueno que fuera, difícilmente era contratado si su baúl no contenía un frac o un esmoquin para la alta comedia, un juego de trajes, la tenida de huaso para las obras camperas, zapatos de charol, polainas y cuellos duros".

La precariedad material obligaba a que los escenarios y los personajes se repitieran. Los lugares más típicos de la acción eran el jardín y el salón, que indiferentemente podían servir en otra obra de selva o de cantina.

Las giras por provincias constituían un fenómeno generalizado que refuerza la idea de masificación de los espectáculos en aquellos años. Estos circuitos de representación se producían por la necesidad de sacar partido al repertorio estrenado durante el año en Santiago. Allí, la relación entre actores y público era más estrecha: los intérpretes eran invitados a grandes comidas, fiestas y bautizos.

El éxito de estas compañías se asentaba también en los temas dramatúrgicos que tocaban: en estas obras, y por primera vez, aparecían campesinos, habitantes de pueblos olvidados, empleaditas de tienda, solteronas románticas, santiaguinas de clase media y hacendados nunca antes vistos por los espectadores de entonces, mostrando un rostro del país hasta ese momento intocado sobre escena. Sus modismos, vestimentas, dramas domésticos y entorno campesino o urbano dieron cuenta de un país que todavía no había conseguido su retrato definitivo y que lo logró gracias al teatro. Las cifras hablan de su abundancia: entre 1915 y 1930 se estrenaron 255 obras de autores chilenos, una cantidad impensable antes y que nunca sería igualada en el futuro.

El formato preferente de aquellas décadas fue el sainete, que primariamente busca la risa del espectador, a través de un relato ágil y entretenido, basado en el desarrollo de argumentos prototípicos y de personajes de gruesa factura. Como eran rápidamente identificables, el espectador gozaba de sus peripecias. Pero muchas veces el sainete incorporó sicologías un poco más complejas, argumentos más elaborados y en algunos casos ciertos temas que, a través del humor, querían poner en el tapete de la discusión o simplemente ridiculizar. Su carácter celebratorio enmarcado en la chilenidad y lleno de "color local" -muchas veces discutible, por presentar maquetas lejanas a la realidad- fueron su aporte a la búsqueda de la identidad nacional.

Pueblecito, la obra más popular de Armando Moock (estrenada en 1918), es un gran ejemplo de cómo un género sencillo podía mostrar la pugna de la sociedad de la época: la lucha entre tradición y modernidad que representa Marta, la protagonista, que desde Santiago retorna al campo y se enamora de un lugareño.

Hoy día olvidados incluso en los volúmenes de historia de Chile, los actores, dramaturgos, directores y empresarios que trabajaron "por amor al teatro y por la pasión al arte" cumplieron una función social fundamental. Heroicos y entusiastas, acarrearon espectáculos a todo el país, entretuvieron, mostraron a la primera generación de dramaturgos nacionales, formaron un público, divirtieron y ayudaron a perfilar algo parecido a un arte nacional. Su llamada Época de Oro terminó ya entrada la década del 30, cuando apareció el cine sonoro, se impuso la crisis económica y se produjo el agotamiento de esta modalidad escénica.