"LO PEOR, y aun lo mediocre, debe tenerse como una constante cultural. Se pierde el tiempo fustigando en contra de escuelas dudosas, publicaciones viciadas, funcionarios de gobierno estúpidos e inescrupulosos explotadores de los eternamente bobos. La ignorancia de los incultos no admite mayor análisis. Lo que necesitamos sondear es la ignorancia de la gente educada y el anti-intelectualismo del intelectual. Lo que importa a una nación es si el mejor producto o el término medio en ciertos casos, orgullosos de su excelencia, merecen o no su reputación".

Palabras de Jacques Barzun, tan oportunas hoy como hace 51 años, cuando se publicó La casa del intelecto, una de las más duras críticas a la educación moderna. Formuladas por un conservador moderado, distinguido profesor de Columbia University, experto en Berlioz, prosista eximio y cosmopolita; su casa paterna en Francia fue núcleo de encuentro de artistas y literatos como Apollinaire, Gide, Duchamp, Zweig, entre otros. Su último libro -Del amanecer a la decadencia- es un recorrido de 500 años de la cultura de Occidente hasta nuestros días.

Lo que Barzun deplora es la falta de rigor, las modas y sectas seudo-intelectuales, la ininteligibilidad que cultivan, la dependencia servil de fondos públicos y privados que sofocan la investigación de punta, la masificación y profesionalización de las universidades y el desprecio que se tiene en ellas por la docencia humanista de alcance universal. Con sus 103 años a cuestas y, que yo sepa aún lúcido, su postura -califíquesele de elitista o (mejor) de tradicional- sigue en pie.

Son académicos de la estatura y trayectoria de Barzun quienes permiten que las universidades más tradicionales de Gran Bretaña y Estados Unidos sigan siendo las mejores del mundo. Universidades al margen de intentos por "homologar" y "acreditar" ingenieril e informáticamente títulos y carreras como se viene pretendiendo bajo el llamado Proceso de Bolonia en Italia, España y, ahora último, Chile. Imposiciones sin discusión y, a juzgar por nuestro caso, infructuosas. Tanto la Universidad de Chile como la Católica, en vez de avanzar en los rankings internacionales, retroceden. Y eso que a los académicos se les agobia con evaluaciones permanentes, se les obliga a publicar en revistas indexadas que nadie lee y se les somete a un régimen de rendimiento de "productos" con lógica industrial, para peor, desatendiendo la docencia. Con lo cual se deteriora nuestra principal ventaja comparativa y se promueve un padrón de calidad engañoso para el resto de las universidades, en general, muy por debajo de las dos instituciones que presiden la educación superior nacional.

Barzun da en el clavo. La pregunta clave es si las instituciones que dicen ser "excelentes" realmente lo son. A juzgar por las arremetidas publicitarias y por la manera como se proyectan ante la opinión pública, no hay universidad chilena que no sea "excelente". Lo cual es una falsedad a la luz de estándares europeos de hace ocho siglos y desde que Bello fundó nuestra principal casa de estudios. Este es el quid del asunto, no quién financia (si el Estado directamente o según concursos por desempeño) ni cómo nos "acreditamos" nacional e internacionalmente, como pretenden nuestros rectores.