Con motivo de la polémica pública surgida en torno a la película El tío -interpretada y producida por mi hijo Ignacio Santa Cruz- y que alude a la persona de mi hermano Jaime, quisiera compartir algunas reflexiones que buscan aquietar los ánimos... Haré un par de confesiones personales para que se entienda desde dónde hablo. Y desde dónde procuro vivir.
Mi opción de guardar silencio durante estos últimos 22 años (y de aquí en adelante) desde perpetrado el asesinato del senador Guzmán en democracia ha sido con el fin de colaborar en el proceso de reconciliación de nuestro país, herido por el odio y el miedo que tanto nos ha costado extirpar de nuestros corazones. Tuve la oportunidad de tocar la verdad de los hechos en mi calidad de periodista, luego de entrevistar a través de mis perfiles humanos -en los que, dicho sea de paso, todos me permitían generosamente asomarme a sus rincones más íntimos del alma- a los presidentes de la República, jueces, políticos, altos mandos militares -incluidos Contreras y Pinochet-, informantes, policías, en fin... después de lo cual decidí entregar el veredicto a la justicia divina. Sobre todo, cuando pude confirmar mi convicción al escuchar a cientos de hombres y mujeres sencillos que se me acercaban de norte a sur del país -reconociéndome por mis programas de TV- para decirme: "No se haga ilusiones, señora, de descubrir la verdad, porque aquí estuvieron 'toítos' metidos". Entendí entonces que me encontraría ante un pacto de silencio, que me exigiría una gran renuncia, ya que yo no creo en secretos y mentiras -a nivel personal, familiar ni nacional- sino en la verdad que nos hace libres.
Y con un profundo dolor en el alma me dije: por sobre la justicia está la misericordia. Así nos lo señala Jesús de Nazaret -mi único referente y al que busco seguir lo más de cerca posible-, que nos pide amar al enemigo, perdonar siempre y no juzgar. Soy un animal afectivo-religioso y no político. De hecho, mi hermano Jaime me definía como "pluralista mental", lo que es estrictamente cierto: le encuentro una cuota de razón a todos, desde la UDI al PC. Consecuente con ello, la última vez que estuve obligada a votar cumplí mi deber cívico votando en blanco, y de allí en adelante pertenezco a esa gran mayoría del país que no acude a las urnas. Decididamente, la política no es lo mío... Mi única militancia es la Iglesia Católica, y aunque en ella no votamos todos, en la última elección ganó Francisco, que era mi candidato: un hombre cuyo estilo y virtudes nos recuerdan al mismísimo Jesucristo, manso y humilde de corazón, para el que la única ley moral es el amor (al igual que para Benedicto, al que tuve la oportunidad de entrevistar cuando vino a Chile como cardenal), alejado de todo fariseísmo.
En relación con la película El tío, debo confesar que le rogué a mi hijo que no la hiciera, porque siempre supe la magnitud de los costos afectivos que tendría que pagar. Pero una vez que decidió llevar adelante su "proyecto-obsesión", a pesar de nuestros ruegos, respeté su libertad y le prometí que contaría como siempre con mi amor incondicional de madre, al igual que han contado mis otros cuatro hijos (uno de ellos ya en el cielo). Respeto la libertad de expresión de todo ciudadano, así como las diferentes lecturas que se han hecho de la película -incluidas las interpretaciones sicológicas de algunos comentaristas de cine-, y celebro la apasionada defensa de mi hermano Jaime que leí en una inserción de prensa, aunque lamento las odiosas descalificaciones personales que ella contenía contra el equipo realizador del filme. No olvidemos que Jaime combatía con ideas, nunca con descalificaciones, a las personas. Además de ser un hombre excepcional -con todas sus luces y sombras, aciertos y errores, miedos y valentía-, nunca atisbé odio ni rencor en su corazón, en circunstancias en que motivos no le habrían faltado, porque así como lo amaron, también lo odiaron. ¡Y por Dios que lo odiaron!
Asumiendo que no existen los buenos y los malos -por lo que no corresponde endiosar ni demonizar a nadie-, sino hombres y mujeres que hacemos el bien y el mal porque está en nuestra naturaleza, tal vez lo que nos distinga a unos de otros no sea más que la dosis de bondad o de maldad que tiñe nuestros actos. Incluyendo la posibilidad -como señala Francisco- de que lo que para unos es el bien, para otros es el mal, y lo que para unos es el mal, para otros es el bien. Y desde esa perspectiva de la dosis, me atrevo a afirmar que Jaime era un hombre mucho más bueno que malo. Mucho más bueno que inteligente, lo que es harto decir, ya que probablemente sea la persona más inteligente que yo haya conocido. Así y todo, cuando se le preguntaba qué admiraba en un ser humano, jamás respondió que la inteligencia, sino la bondad, porque la inteligencia es un don -pensaba-, mientras la bondad es una opción. Puedo contar que muchos me han confesado a lo largo del tiempo que la envidia que les producía tamaña inteligencia les hizo odiarlo desde la época del colegio, muchísimo antes de que despertara odios por razones políticas. En todo caso, a Jaime no se le puede leer sólo en clave política, porque sería reducirlo a una dimensión que para él fue siempre secundaria. El era ante todo un hombre de fe que quiso ser sacerdote: esa era su verdadera vocación. De hecho, terminó siendo una suerte de cura célibe dedicado a la política, después de negarse a ejercer como abogado porque no estaba dispuesto -decía- a dedicar su vida a una profesión en la que no ganaba quien defendía la verdad, sino el que argumentaba con mayor destreza. Y por eso se convirtió en profesor de derecho constitucional.
Volviendo a lo de célibe: siempre escuché que algunos se referían a él como un "eunuco" y otros como un "maricón". Nunca dicho de frente, por cierto, ya que "en Chile la hipocresía y el cinismo se han convertido en virtudes cívicas", repito con el autor de la frase. Digamos con la ciencia que todos los hombres serían homosexuales y dependería de múltiples factores el que terminen inclinándose hacia la homosexualidad o la heterosexualidad. Hijos de Dios en todo caso -homos y héteros- para los que creemos en un Padre Creador, el mismo que regala a algunos el don del celibato o la castidad -concepto en extinción en los tiempos de hoy-, entre ellos a Jaime. Por extraño que parezca, él no tuvo sexo ni con hombre ni con mujer. Los no creyentes podrán encontrar la explicación en el ateísimo Sigmund Freud y su sublimación de la libido, que fue lo que le permitió a Jaime disfrutar de las más diversas experiencias artísticas, culturales, gastronómicas, futbolísticas, ajedrecísticas, todas plenas de gozo y de humor. Es verdad que pudo optar por el sicoanálisis para combatir la neurosis, pero según me confesó un día después de pensarlo: "Prefiero optar por el camino del Evangelio, es gratis y más corto...".
Vuelvo a la bondad de Jaime. Pienso que era bueno porque nunca lo escuché odiar a alguien (el odio no sólo se traduce en palabras; se siente y se escucha desde el corazón). Siempre supo que algunos en nuestro entorno familiar lo detestaban, sin embargo, nunca dejó de tratarlos con amabilidad. Supo cómo abominaban de él ciertos próceres aristocráticos del partido al que pertenecía antes de que lo expulsaran y nunca escuché de su boca un epíteto ofensivo contra ellos. Supo que lo despreciaban porque él nunca miró en menos a los militares. Entendía que la lógica y formación militares son diametralmente diferentes a las del mundo civil, pero él no se sentía superior a ellos, ni le parecía justo haberlos utilizado para que pusieran orden en medio del caos y luego abandonarlos a su suerte y hacerles la desconocida. Siempre condenó los horrores cometidos por la Dina y consiguió que ésta se disolviera, convirtiéndose de ahí en adelante en el enemigo máximo de quien la comandaba. Estoy cierta de que Jaime cometió un error al no atreverse a ir más lejos de lo que fue en la defensa de los derechos humanos, optando por hacer todo lo que pudo desde adentro del régimen militar (postura avalada por monseñor Valech). Yo siempre le advertí que esa cuenta se la pasarían algún día -aunque tuve la esperanza de que no fuera a tiros-, pero él me respondía: "No te preocupes, Charito, yo no tengo mujer e hijos. Si tengo que pagar con mi vida, lo haré. Y si no me protejo es porque estoy convencido de que nadie muere ni un minuto antes de lo que el Señor lo tenga dispuesto".
Otro rasgo admirable: Jaime nunca buscó ni el poder ni el dinero ni el reconocimiento para sí mismo, sino para lo que él consideraba -acertada o equivocadamente- el bien del país. Era un tipo sencillo, austero, mal vestido, que andaba en micro y en Metro hasta que le pasaron un auto cuando fue elegido senador. Era más del gusto de los pobres que de los ricos, cristiano de misa y comunión diarias, devoto de la Virgen, admirador y seguidor del sacerdote Vicente Ahumada, profesor del seminario y de espiritualidad benedictina. Mi hermano nunca tuvo la menor cercanía con el Opus Dei, como he escuchado decir por ahí. Es más: nunca se acercó a ninguno de sus centros. El era de la Iglesia de Pedro. Iba a la parroquia más cercana. En síntesis, él soñaba con llegar al cielo más que a La Moneda. De hecho, nunca dejó de proclamar su fe por miedo a perder votos. El centro de su vida se llamaba Jesucristo y puedo asegurar que es de las personas con más fe que he conocido a lo largo de mis 68 años. Por eso, cuando me despedí de él, a pocas horas de haber sido baleado, le dije: A DIOS, Jaime.