La mujer sube las escaleras con la cabeza gacha. Su marido, un hombre grande y de piel curtida, le sostiene la mano con fuerza. Los dos caminan lento y tienen la mirada perdida en los escalones de mármol del Congreso de la Nación. Cuando llegan al Salón de Los Pasos Perdidos, la mujer levanta la vista, mira el cajón y llora.

Son las 11 de la noche del lunes 5 de noviembre y hace un calor insólito en Buenos Aires. Esta tarde, después de dos meses internado y una larga enfermedad, murió Leonardo Favio. Un actor que fue director de cine, un director de cine que fue cantante, un cantante que fue peronista: un artista complejo y popular.

-Vinimos a despedir a un compañero- dice la mujer, mientras se seca las lágrimas.

En los pasillos del Congreso hay carteles con una foto de Leonardo Favio abrazado a la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Los dos sonríen. Sobre la imagen está escrito: "Chau Leonardo". El salón está lleno de gente: hay familias, madres con bebés, ancianos, hombres y mujeres. Sobre el cajón hay una bandera argentina y en la base un cuadro de Evita Perón.

-¡Viva el compañero Favio!- grita alguien. Y todos comienzan a cantar la Marcha Peronista. La potencia del canto estremece al público: algunos lloran, otros se abrazan. Hay aplausos.

Son casi las 12 de la noche cuando llega la presidenta. Vestida de negro, anteojos negros. Se acerca al cajón, apoya la mano y se queda un rato así: suspendida. Se va y regresan los aplausos.

-Chau Favio, nos vemos- dice un hombre que se aleja por el pasillo.

Después todo es silencio.

Leonardo Favio nació en 1938 en un barrio pobre de la provincia de Mendoza. Tuvo una infancia triste: su padre lo abandonó y pasó casi toda la niñez en un hogar de menores. Allí empezó a hacer pequeños papeles en cine que le conseguía su madre. Ella era escritora de radioteatro.

-De esa época- contó Favio alguna vez- la única película que tengo presente es Cuando en el cielo pasen lista. Tenía ocho años cuando participé y la recordé toda mi vida, porque ese día nos dieron chocolate.

La primera película que dirigió fue Crónica de un niño solo en 1965, un filme autobiográfico. Pero se hizo famoso en 1968, cuando sacó su primer disco: Fuiste mía un verano. Ese año lo presentó en Chile, en el Festival de Viña del Mar, y se convirtió en uno de los principales precursores de la balada romántica latinoamericana. Dijo que sus canciones hicieron milagros: que comiera más a menudo, que pudiera pagar el alquiler y que pudiera ser solidario.

Ahora el artista de 74 años está en un cajón, sobre el cual se van posando las manos de quienes pasan a su lado, ordenados en fila. Catalina, una peruana de 30 años, alza a su hija y lagrimea.

-Estoy emocionada, canto sus canciones desde chica- dice.

-Era mi amor- interrumpe otra mujer-. Yo tengo 68 años y lo amo. Siempre lo voy a amar, su voz viene del alma. Y sus películas también. Todo le costó tanto.

Cerca de la una de la madrugada, las puertas del Congreso se cierran. La última en entrar es la actriz Graciela Borges. Llega sola, camina rápido.

-Tengo el corazón roto, estoy muy triste. El era mi amigo, mi confidente. Una persona con la que podía pelear, disentir y amar. Lo voy a extrañar- dice.

La fachada del Congreso está rodeada de coronas de flores. En la vereda hay una chica sentada en el piso. Fuma y dibuja. Tiene una camiseta que dice "Viva Favio" y las manos manchadas de pintura. Al lado, un chico escribe con aerosol un cartel: "Favio te amo". Alrededor pintan corazones. Se acaban de conocer y le hicieron un altar al pie de la corona que mandó la Industria Cinematográfica Argentina: armaron un círculo con pétalos de rosas y en el medio encendieron una vela blanca.

-Cuando muera, ojalá alguien dibuje una sonrisa -dijo una vez Leonardo Favio. Ahora la chica apoya sobre la pared su dibujo hecho con crayones. En él se ve a un niño que sonríe. Abajo dice en letras grandes: "Gracias genio".

Leonardo Favio nunca estudió. Aprendió con la intuición.

-Entré a la cultura por la ventana- dijo-. Soy un lumpen, casi un analfabeto. Por eso me puse a dirigir: para disimular mis faltas de ortografía.

En 1975 estrenó Nazareno Cruz y el lobo. La película tuvo más de tres millones y medio de espectadores y es la más popular de la historia del cine argentino. En 1976 se exilió debido a la dictadura militar. Viajó por Latinoamérica con su familia y se instaló en Colombia. En 1987, ya en democracia, regresó a Buenos Aires. Siguió cantando y haciendo cine: sacó más de 20 discos y realizó 10 películas. La última fue Aniceto (2008), basada en un cuento de su hermano y musicalizada por su hijo Nico Favio.

Esta noche, frente al Congreso, un hombre de sombrero blanco y zapatillas gastadas baila y canta unas de las letras más célebres de Favio: "Ella, ella ya me olvidó. Y yo, yo no puedo olvidarla...". La gente pasa y se ríe. Algunos dicen que está loco. La chica de las manos pintadas lo defiende y se suma al canto.

-Estamos despidiendo a Leo con arte- dice-. Yo era su amiga. No quiero que ahora lo hagan de piedra, porque Leo no era eso. El era puro amor y luz. La mejor manera de recordarlo es siendo feliz y estando en la calle, como él quería. Adentro no hay nada que hacer.

En la obra de Leonardo Favio no hay sentimentalismos. Allí se habla de la injusticia, el amor y las frustraciones, sin hacer juicios.

-No me siento en una nube -dijo en una entrevista-. Soy un hombre de la tierra y tengo las mismas angustias e inseguridades que todos. Soy un tipo muy frágil y tengo terror al futuro. Mi mayor orgullo como ser humano es no haber olvidado mis orígenes y tener comunicación con la gente. Eso me hace bien al alma: sentir que estoy con ellos y que ellos están conmigo.

Mientras dos hombres de negro entran al Congreso con una corona de flores blancas enviada por Susana Giménez, una mujer se sienta en la vereda y escribe en una cartulina: "Chile te ama por siempre". Es de La Serena y cuenta que desde niña escucha las canciones de Favio. Su tío Mario Adaros, asegura ella, es el mejor imitador chileno del artista al que todos recuerdan en esta noche calurosa.

Es más de la una de la madrugada cuando sale del Congreso Nico Favio, el hijo de Leonardo. Tiene una casaca de jeans, un prendedor del Che Guevara y el pelo largo y despeinado. Parece que viniera de un recital. Un grupo de mujeres lo agarra del brazo. Ellas lloran. El sonríe.

-Corazón, amamos a tu papá, estamos orgullosas de él, lo amamos -le dicen.

El hijo de Favio cruza la Avenida Rivadavia y espera el colectivo. Los amigos lo abrazan. El hombre de sombrero blanco y zapatillas gastadas sigue cantando en la vereda de enfrente. La gente se dispersa.

A las ocho de la mañana del día siguiente, el martes 6, reabren las puertas del Salón de los Pasos Perdidos. Durante horas, cientos de personas se acercan para despedir a Favio.

El calor sigue sin dar tregua. Es insoportable. A la una de la tarde, las coronas de flores están marchitas. El sol quema y la temperatura alcanza los 35 grados. Una pareja vende rosas que guardan dentro de un balde con agua sucia y tibia.

Una señora rubia no para de llorar. Tiene anteojos negros, pañuelo negro y una cruz sobre su pecho que en letras, también negras, dice "Jesús". Agita una bandera de Argentina.

-Cuántas cosas nos dejaste Leo, cuántas cosas -repite. Se llama Mabel Gómez, tiene 72 años y es profesora de música. Dice que Leo era un peronista de verdad y un joven eterno.

-La última vez que pisé un velatorio fue hace 27 años, cuando murió mi madre. Pero hoy tenía que estar, Leo era un hermano -dice, mientras junta flores de las coronas y se guarda cintas y dibujos en los bolsillos. Los hombres de seguridad le dicen que no puede. Ella no hace caso.

A las dos de la tarde la gente corta la avenida Rivadavia. El coche fúnebre espera. La calle está llena de mujeres con flores en las manos y en los vestidos. No se conocen, pero están desde hace horas juntas. Lloran, se ríen y cantan canciones de Favio. Mabel Gómez se une al canto y reparte las flores que robó de las coronas.

A las tres retiran el cuerpo. Se canta la Marcha Peronista bajo el sol. Los vendedores de rosas tiran los pétalos al aire. Los que venden agua y helados abandonan sus bicicletas con la mercadería y se suman al canto. De los edificios llueven papeles y los balcones se llenan de gente. Todos aplauden, acarician al cajón y lloran las últimas lágrimas.

El coche fúnebre se aleja por Rivadavia y la gente corre al metro para llegar rápido al Cementerio de la Chacarita, la próxima parada. La parada final de Leonardo Favio.

Las fanáticas de Leonardo, los hombres que lo admiran y la chica de las manos pintadas esperan frente al Panteón de la Sociedad Argentina de Autores y Compositores de Música. El sol parece quebrar el cemento. La quietud es absoluta, igual que el calor.

Un hombre de traje, zapatos y sombrero blanco alza las manos frente al panteón y comienza a cantar, casi gritando:

-Cómo olvidar tu pelo, cómo olvidar tu aroma...

La gente lo rodea y todos cantan Fuiste mía un verano, el tema que hizo popular a Favio y con el que se enamoró toda una generación. Una señora de 65 años cubre la cabeza de su madre con un periódico. En él está la cara de Leonardo Favio y se lee: "Adiós Favio". El canto se va apagando y algunas mujeres prenden sahumerios. Otras se acercan a las cámaras: quieren aparecer en la tele y que las vean sus maridos.

Todos esperan que llegue el coche fúnebre para dar el último adiós. Pero el coche nunca llega: la familia decidió ir directo al crematorio sin pasar por el panteón, sin que nadie se entere. A las cuatro de la tarde se corre el rumor de que ya lo cremaron. La angustia regresa y las flores, sin cajón, no tienen destino.

Ahora, con rosas y claveles en la mano, el grupo de mujeres se pierde entre recuerdos y estatuas de mármol. Dejan las flores sobre la tierra quebradiza y caminan de la mano, cantando. S