Le ha dicho que Adiós al lenguaje, y el título ayuda, es la película/testamento de Jean-Luc Godard (85). Que expresa lo esencial de una trayectoria que ha definido y redefinido la modernidad cinematográfica, corriendo con frecuencia el cerco de su medio expresivo.

Esta afirmación, en principio, no habla de méritos ni deméritos, pero ayuda: Adiós… es visionado obligatorio para todo godardiano que se precie. Eso sí, los más militantes de la feligresía ya la vieron en París o en Valdivia tal como fue concebida: en 3D. Pero en Santiago no va a verse así, por lo que cabe asumir la pérdida y entrar al ámbito de los supuestos.

Hay acá un cine de aforismos y sensaciones. Un cine que despista, que interpela, que conecta puntos alejados. Que hace mezclas improbables para gatillar preguntas, sentencias o actos de observación perpleja (siempre acompañadas de citas y referencias culturales). Un ensayo/testamento hasta donde el 2D permite que nos enteremos.

Si fuera por el arranque, se diría que hay acá un Godard arquetípico y hasta patrimonial. "Quienes carecen de imaginación se refugian en la realidad", puede leerse antes de que nada más ocurra en pantalla. Fan o no, cualquier cinéfilo de respeto recordará que los huidizos y persistentes textos en pantalla son un sello godardiano desde los 60, cuestionando la naturaleza de la imagen y reformulando las relaciones entre lo auditivo y lo visual. ¿Qué sigue ahora? Una embestida ensayística que apunta, desde lo fragmentario y lo inacabado, a la posibilidad de "saber si el no-pensamiento contamina el pensamiento". Si podemos desaprender, como planteaba JLG en los 70, y despedirnos de esta vía sistematizadora de nuestro ser racional, acaso para transferirla a la mirada de un perro. Ello, en medio de comentarios, alusiones y digresiones que operan a la manera de cortocircuitos.

En su permanente afán de negarse y reinventarse, hace cuatro décadas el cineasta franco-suizo fue a parar al nicho del video-arte. Ensayos audiovisuales como éste hacen sospechar que aún aplica ciertas lógicas desarrolladas por esos lados, en términos de proveer capas de información de naturaleza y formatos variados, desconstruyendo y remontando lo visto y oído. Por eso, hasta hoy, nadie descoloca al espectador ni refunda la realidad como este poeta de las imágenes y los sonidos. Pero, aun fascinando y deslumbrando, la radicalidad como un fin en sí misma no evita los nudos ciegos ni los callejones sin salida. A menos que nos sostengamos en la fe.