TODO HOY día se mide, calcula, cuenta, arquea e indexa. Ya nada pesa, se pondera y aprecia. Vivimos inmersos en un mundo de códigos de barra. Uno mira esas etiquetas abstracto expresionistas y no entiende nada, como con los quipus andinos, ni sospecha la cadena logística detrás -se trata de una mera contabilidad, de un inventariado- hasta que se llega a la cajera, y ahí la máquina infernal traduce todas esas barras ininteligibles a signo peso. Es  el momento de la verdad e iluminación en que se resiente, rara vez se “entiende”, lo que se computa. ¿Por qué un tipo de producto que aparenta, huele y sabe igual de mal, vale 10 mientras otros similares 1.000? Antes, el propio producto lo decía todo: su calidad, mérito y valor.

Ahora hay que “certificar” la calidad, como si la mayoría de las veces no fuese de por sí evidente. Al parecer, Ennio Vivaldi es muy de esa idea de hoy. Según el rector, “la educación pública tiene que llegar en un corto plazo a un estándar de calidad garantizado. Es como el Starbucks: tú sabes con qué te encontrarás cuando vayas a uno, ya sea en Puerto Montt o en Sidney”. No deja de ser delicioso -me dijo un amigo a quien también le impresionó la comparación de la cual se sirvió la máxima autoridad del Consorcio de Universidades Estatales para darse a entender- que se ocupe como símil a una empresa que lucra, se transa en bolsa, “explota” mano de obra a bajo costo y representa un símbolo del “capitalismo”. Es más, esa “distinctive Starbucks experience”, como la llama el CEO de este globalizado negocio, no está tan claro que sirva de signo o estándar de calidad. En su momento de mayor expansión, entre 1987 y 2007, Starbucks estaba abriendo, en promedio, dos nuevos locales por día en el mundo; al año siguiente anunciaba, sin embargo, que de las 84 cafeterías que tenía en Australia iba a cerrar 61 en un solo mes. Y, desde hace tiempo, han estado cambiando la estrategia de marketing, decididos a que no nos topemos con lo mismo en Sidney y Puerto Montt, abriéndose a la “diferencia” (por ejemplo, a un poco más de “color local”).

Es decir, no muy feliz la analogía, y peor la confusión a que apunta. Lo único que puede certificar Starbucks es una práctica (poder tomar café en grano versión gringa en casi 26 mil locales en 65 países alrededor del mundo y también quizás hacerse de algunas otras compras) que no es lo mismo que una calidad o estándar que uno espera y a los que debiera aspirar un establecimiento educacional público serio. Por eso no sirve la comparación y menos cómo se pretende medir. Nuestras autoridades insisten en el mismo error de Piñera en querer estimar la educación como un bien de consumo. Don Andrés Bello, en su momento, también manejó modelos cuando diseñó la Universidad de Chile y su papel académico y rector de la educación pública nacional, pero los ejemplos que barajaba eran de otra índole, ciertamente de calidad: la universidad humboldtiana de Berlín, la Universidad de Londres de Jeremy Bentham y el modelo napoleónico francés.