DEJA VU, la discusión sobre el derecho de propiedad está instalada. Es verdad que el programa presidencial parte reconociéndolo, pero enseguida nos anuncia que debe ser modificado: “se requiere reconocer que la función social del derecho a la propiedad y la herencia, delimitará su contenido, en conformidad a la ley”. Aquí está el núcleo del asunto, la convicción de que la propiedad individual debe cumplir una función social que la legitima, función que hoy no estaría contemplada.
Sin embargo, la actual Constitución consagra expresamente la función social de la propiedad; más aún, precisa su amplio alcance. Veamos lo que dice el artículo 19, número 24, inciso segundo, del texto vigente: “Sólo la ley puede establecer el modo de adquirir la propiedad, de usar, gozar y disponer de ella y las limitaciones y obligaciones que deriven de su función social. Esta comprende cuanto exijan los intereses generales de la Nación, la seguridad nacional, la utilidad y la salubridad públicas y la conservación del patrimonio ambiental”.
Entonces, no se trata de establecer la función social de la propiedad en la Constitución, que ya existe, sino de consagrar un nuevo concepto que, desde luego, tiene que ir más allá de los intereses generales de la Nación, la seguridad nacional, la utilidad y la salubridad públicas y la conservación del patrimonio ambiental. ¿Cuál será?
En el fondo, se puede deducir que estamos frente a una concepción que quiere dar un salto regulatorio de tal magnitud que le permita al Estado limitar los atributos propios del dominio (uso, goce y disposición) a un nivel completamente diferente del que hemos entendido hasta ahora. Lo único distinto de fondo, que explique la proposición, es llevar nuestra Constitución hacia la visión que concibe el dominio exclusivamente como consecuencia del pacto social, una suerte de concesión utilitaria que la sociedad en su conjunto -dueña por naturaleza de todos los bienes- le hace a las personas individuales.
Así, el reconocimiento inicial de la propiedad privada se matiza mucho, porque pasa a ser el Estado el que define, como propietario originario y no como regulador del bien común, las condiciones en que “justifica” la apropiación individual de las cosas. De ahí a regular rentabilidades, establecer impuestos sin tope o condicionar las formas de uso, hay un paso muy pequeño. De hecho, el concepto de expropiación cambiaría radicalmente, porque habrán innumerables casos en que no estaremos hablando de una privación del dominio, sino de su mera extinción por la falta de su aplicación en beneficio social.
Tanto o más importante, es que el cambio lleva implícito una valoración radicalmente diferente del trabajo como elemento legitimador de la propiedad. El principio liberal (Locke) de que “esto es mío porque trabajé para tenerlo” se diluye por completo; nos movemos entonces a algo mucho más profundo. Bajo el aparentemente altruista principio de la función social viene, cual verdadero caballo de Troya, una concepción radicalmente diferente de la justicia en la distribución de los bienes en la sociedad. La última vez que nos metimos en este camino terminamos pobres y a balazos. No está de más recordarlo.