Eran sus segundas vacaciones del año en Cuba. La rutina era la de siempre: llegaban a una suite del hotel Riviera, que estaba reservada para ellos, y luego se iban con Fidel Castro a su residencia en Cayo Largo. Gabriel García Márquez y su esposa Mercedes eran huéspedes favoritos del comandante: Castro los llevaba a navegar en su yate y cocinaba para ellos. Esta vez los acompañaba su hijo Rodrigo, recién egresado de la Universidad de Harvard. Y fue éste quien puso el tema en la mesa: el dinero.
Se lo habían dicho en la universidad: "Me preguntaron cómo conciliaba mi padre sus ideas políticas con su su dinero y su tipo de vida". Fidel Castro le dio la respuesta: "Tú debes decirle: 'Mi padre es comunista únicamente cuando viaja a Cuba y no le pagan nada; aporta según su capacidad, le han impreso como un millón de libros, y recibe según su necesidad'". Y García Márquez remató: "No me pagan nada. Aquí nunca me pagan ni un centavo por los derechos de autor".
La escena es de agosto de 1981 y muestra la cercanía y confianza entre el escritor y el comandante de la revolución cubana. La cuenta el británico Gerald Martin en Gabriel García Márquez, una vida, la biografía más acabada sobre el autor de Cien años de soledad y su retrato más ínimo.
La escena es reveladora también del lugar que a esa altura había alcanzado García Márquez entre los hombres de poder. Pocos meses atrás, había asistido a la toma de mando de su amigo Francois Mitterrand. Treinta años después de haber pasado hambre y pellejerías en París, estaba en la primera fila del poder político. En julio pasó un fin de semana en una isla del Caribe con el dictador panameño Omar Torrijos y sus amigos Carlos Andrés Pérez (futuro Presidente de Venezuela) y Alfonso López Michelsen, candidato a la presidencia de Colombia.
Un año después su amigo Felipe González se convertía en Presidente del Gobierno español. Y García Márquez vivía su hora de mayor gloria: el Premio Nobel de Literatura.
Fama, poder, honor y fortuna: el sueño que el escritor persiguió toda su vida. "Si estaba obsesionado -fascinado- por el poder, el poder se veía reiterada e irresistiblemente atraído hacia él", escribe Gerald Martin.
Con casi 20 años de investigación, el biógrafo entrevistó a más de 300 personas, entre familiares, amigos y líderes políticos. De Vargas Llosa a Fidel Castro. Consultó miles de fuentes y archivos. Y pasó una noche de lluvia a la intemperie en un banco de la plaza de Aracataca, el pueblo natal de García Márquez: el Macondo real.
"Todos tenemos tres vidas: la pública, la privada y la secreta", le dijo el escritor a Martin. En casi 800 páginas, el investigador británico intenta revelar la esfera secreta del autor latinoamericano más popular del siglo XX. Un Dickens moderno. Gabriel García Márquez, una vida es una de las grandes novedades de la Feria del Libro y estará disponible el 3 de noviembre.
"El Patriarca soy yo"
Gerald Martin conoció a García Márquez en 1991 en Cuba. Había firmado un contrato para escribir su biografía, pero no tenía los contactos suficientes. Viajó de Londres a La Habana para reunirse con él. Después de semanas, logró que el escritor lo recibiera. García Márquez no quería una biografía, pero aceptó con una condición: "No me hagas trabajar", le señaló.
A los días, sin embargo, el proyecto tambaleó. "Anoche estuve vagando por los Laberintos de la literatura latinoamericana", le dijo el Nobel. "Tenemos que hablar sobre El otoño del patriarca". Martin temió lo peor: en su libro Journeys through the labyrinth no hablaba muy bien de esa novela. "Creo que tú no eres el hombre para mi biografía. El otoño del patriarca es mi autorretrato: si no te gusta este libro, yo no te gusto. ¿Cómo crees que podrás escribir sobre mí?", le preguntó. Martin sólo atinó a decir: "¡Pero a mi esposa le gusta mucho!". Fue una respuesta absurda, torpe, pero efectiva: Martin sobrevivió y se convirtió en el biógrafo "tolerado".
Publicada en 1971, El otoño del patriarca no es la más popular ni la mejor novela de García Márquez. No es su obra más influyente ni la que le aseguró la posteridad. Esa es Cien años de soledad. Sin embargo, es una de las obras que acaso encierra más claves para comprender sus obsesiones.
Escrita en la cumbre de su fama, la novela es la historia de un soldado latinoamericano sin educación que llega al poder e instala una tiranía. La figura del Patriarca simboliza a todos los dictadores, pero va más allá: es una proyección de Aureliano Buendía de Cien años de soledad y, a su vez, una representación de su abuelo, el coronel Nicolás Márquez. Encierra también un reflejo de su patriarca particular, Fidel Castro, y del propio autor, pues recuerda la célebre frase de Flaubert (Madame Bovary soy yo): "El Patriarca, c'est moi: fama, glamour, influencia y poder, por un lado; soledad, lujuria, ambición y crueldad, por el otro", escribe Martin. "El monstruo literario que había creado y que estaba decidido a satirizar y a dejar en evidencia (pero al que posiblemente había envidiado y deseado siempre en otros) encarnaba el fenómeno en que él mismo se había convertido".
Esperando a Fidel
Con simpatía y admiración por su genio, Martin entra en la vida del escritor sin eludir las sombras ni sus contradicciones. Barre los mitos que el mismo García Márquez ha sembrado y abre heridas que no quería ventilar. Las primeras están en su infancia: fue abandonado por su madre cuando aún no cumplía un año. "Y Gabito jamás se sobrepondría a ello, en buena medida, porque nunca conseguiría afrontar los sentimientos que este hecho provocaba en él", señala el libo. La figura más importante de su infancia fue su abuelo, el coronel Nicolás Márquez. El niño Gabriel quería imitarlo y convertirse en él, quien lo llamaba "Mi pequeño Napoleón". El coronel había matado a un hombre y en su autobiografía García Márquez lo viste de duelo heroico. Acá el biógrafo lo aclara: no hubo duelo y se trató más bien de un lío de faldas.
Ambas figuras definirán la identidad del escritor, sobre todo en sus dos temas obsesivos: el poder y el amor. La guinda la pondrá su padre, el telegrafista vividor de Aracataca, que lo separó de su madre siendo bebé y lo inició con prostitutas.
Reportero en Bogotá, aprendiz de cineasta en Italia, patiperro y muerto de hambre en París. Una vida que parece mil vidas. Trabaja en Prensa Latina, la agencia de noticias cubana, cuando recién triunfa la revolución. Se enfrenta con "elementos sectarios" y renuncia. Pero lo que más atesora es quedar en gracia con la revolución y, sobre todo, con su líder.
Después de publicar Cien años de soledad en 1967, la fama y la fortuna lo abrazan. Tenía todo lo que había soñado, pero la celebridad comenzó a sobrepasarlo. Y entró en crisis. Entonces, como el patriarca de su novela, decidió manejar su imagen. En adelante, "se convertiría en un hombre cuyo poder e influencias no se sustentarían sólo en el éxito público" de sus escritos, sino también en su talento para "moverse entre bambalinas".
Así hace lobby por el Premio Nobel, se vuelve un activista político y consigue también la amistad de Castro. Lo buscó por años. Fue uno de los pocos que no firmó la protesta de intelectuales por el caso Padilla y en 1975 viajó a la isla y escribió tres reportajes amigables. Después, se ofreció para escribir de la campaña cubana en Angola. Fidel aceptó su oferta y lo llamó a La Habana. El escritor esperó un mes en el Hotel Nacional hasta que Castro fue a buscarlo en un jeep. Su reportaje dejó contento al comandante y con el tiempo se ganaría su amistad.
Presidente de la Fundación Nuevo Periodismo, apoya un sistema sin libertad de prensa. Es una de las contradicciones de García Márquez, el hijo del telegrafista seducido por el poder, el escritor que transformó la literatura latinoamericana y que ya no escribe. Superó un cáncer, pero la memoria ya no lo acompaña. Se lo dijo a Martin: "Ya he escrito bastante, ¿no? La gente no puede sentirse defraudada, no me pueden pedir más, ¿no crees?".