Llegué al Parque O'Higgins buscando el mar y encontré algo parecido a una pista de aterrizaje. Llevaba apenas unos días viviendo en Santiago y lo primero que necesité fue un lugar como la costanera de Antofagasta, o como la costanera de cualquier ciudad con playa: un sitio donde trotar un rato, día por medio, tal vez jugar una pichanga con desconocidos, pero me hallé en medio de una explanada de concreto que la luz de la mañana, especialmente en invierno, suele conferirle el carácter de inabarcable. Una planicie silenciosa, donde, por momentos, uno cree de veras que no hay nadie más alrededor; que la Tierra puede ser ese planeta desolado que a veces queremos que sea.
Pero aquello, lo sabemos, en las grandes ciudades es una idea un tanto ingenua. Sobre todo si se ingresa al parque por Avenida Tupper, detrás de la Facultad de Ingeniería de calle Beauchef. Allí, lo primero que encuentra el caminante es la Plaza Francisco de Miranda y sus bancos de madera y fierro dispuestos en dirección hacia la gran planicie que se abre hacia el sur.
No es, en efecto, un área verde fruto del ingenio de ningún paisajista: el pasto está un poco amarillo, los basureros parecen robots destartalados y el único quiosco, cuando abre, no tiene mucho que ofrecer, pero es justamente por la disposición de los asientos que este sitio logra un atractivo especial y se convierte en un refugio para quienes, aunque sea por unas cuantas horas, han decidido darle la espalda a la ciudad, desconectarse, taparse los oídos o, si viene al caso, dormir como no pueden hacerlo en sus casas.
En esta época de mañanas grises y atardeceres apurados, aquella porción del Parque O'Higgins destaca por su gente silenciosa e inmóvil, acaso dedicada exclusivamente a ver el paso del día como si la explanada fuera, al modo de las primeras líneas de Neuromante, de William Gibson, "una gran pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto".
A diferencia del inventario de cualquier plaza en días de semana, lo menos que hay aquí son escolares cimarreros esperando que pasen las horas. Tampoco jóvenes haciendo correr pitos de marihuana, bolsas de pegamento ni menos parejas entregadas a la fogosidad matutina. La mayoría de la gente que ocupa sus bancos son personas que, simplemente, están.
Gente mirando al sudeste.
Entonces, pienso en la espléndida crónica del peruano Ricardo Sumalavia sobre Seúl en plena crisis asiática, publicada en la antología Con la sangre despierta. Allí, el autor describe sus paseos por un lago donde un grupo de pescadores probaba suerte, hasta que un día comenzaron a llegar otras personas, hombres en autos lujosos y de terno y corbata. Abrían los portamaletas, se cambiaban ropa y sacaban sus cañas. Eran ejecutivos incapaces de soportar la deshonra por haber perdido sus trabajos y mataban el día en el lago. Cuando atardecía, volvían a enfundarse en sus trajes caros y regresaban a casa.
No sé si las personas que frecuentan la plaza del parque están desempleadas. Por su actitud, quisiera creer que no, que son gente aparte, hombres y mujeres buscando, quizás, las palabras precisas para decir algo importante una vez que lleguen a casa. Gente, al final, armándose de valor para alguna épica privada.
Las veces que troté por la explanada del parque siempre me detenía en una de esas bancas, me quitaba las zapatillas y me quedaba un momento sintiendo la sangre bajar desde los muslos hasta los tobillos. A veces elongaba un poco, pero cuidando que no hubiera nadie cerca. Me daba pudor interrumpirlos haciendo modestas contorsiones, mojado como búfalo, mientras ellos ejercían su derecho a hacerse a un lado de todo.
Con el tiempo he dejado de ir al Parque O'Higgins. Lo cambié por los alrededores del Estadio Nacional. Pero cada vez que paso por fuera pienso en esa pequeña plaza y en la gente que debe estar sentada en sus bancos, protegidos por un techo de árboles de tronco grueso y hojas tan grandes como acelgas. Los imagino como la sala de embarque imaginaria de un aeropuerto imaginario, como hombres y mujeres en tránsito, a la espera de algo que nunca llega. Gente sentada en los bancos de un terminal donde nada termina.