EL 20 de octubre será recordado como un día histórico para los españoles, lo que probablemente se hará extensivo a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Después de 43 años de cruel e indiscriminada violencia, la banda terrorista ETA abandona el camino de las armas, que cobró la vida a más de 800 personas.
Es comprensible la emoción que embargaba al jefe de gobierno, quien sentenció: "La nuestra será una democracia sin terrorismo, pero no sin memoria". Desde 1968 que la barbarie y la crueldad azotaron sin distinción a la sociedad española, no discriminando entre policías y civiles, menos todavía diferenciando la ideología o el color político de las víctimas. Con todo, quizás la frase más significativa de Zapatero fue: "Es la victoria de la democracia, la ley y la razón", haciendo referencia a que ésta no es sino la conclusión de un esfuerzo conjunto, que involucró a la gran mayoría de la clase política, las instituciones del Estado y a toda la sociedad española. También, sin embargo, se cometieron graves errores y muchas veces se sucumbió a miserables tentaciones.
La primera de ellas fue, en algún momento, creer que el fin justificaba los medios, avalando el ilegal uso de la fuerza, motivado más por un afán de venganza que por el sentido de la justicia. Fue el caso de Felipe González, quien pese a hoy congratularse por el término de la violencia, autorizó bajo su gobierno la operación de los GAL, una suerte de policía secreta que, al margen del estado de derecho, detuvo, torturó y asesinó a militantes etarras presuntamente involucrados en actos de terrorismo. El resultado no pudo ser peor: la victimización de los asesinos y la legitimación de la violencia política.
La segunda consistió en lidiar con el hipócrita doble estándar frente a las violaciones de los derechos humanos de tantos inocentes. El caso más desgarrador lo protagonizaron varios miembros de la Iglesia Católica vasca, sacerdotes y obispos, que llegaron al extremo de negarse a oficiar la misa de difuntos a las víctimas del terrorismo cuando, por otro lado, presentaban como héroes y encabezaban con entusiasmo el sepelio de los terroristas que habían muerto poniendo sus propias bombas.
Por último, la tercera consistió en pensar que de la lucha contra el terrorismo podían sacarse ventajas políticas internas, cayendo en la burda mentira y la manipulación. Fue el caso de José María Aznar, quien -pese a toda la evidencia inicial en contrario- quiso hacer creer a los españoles que detrás de los atentados de Atocha estaba la participación de ETA. El engaño fue rápidamente descubierto y el repudio fue generalizado, lo que concluyó con la derrota del Partido Popular en las elecciones generales de ese año.
Ahora es el momento de actuar con esperanza, voluntad y cautela. Todavía está pendiente la disolución de la ETA como expresión armada de una fuerza política que sigue legitimando sin miramientos la violencia. Los responsables de los crímenes deben ser juzgados y condenados, al mismo tiempo que se honra y recuerda la memoria de las víctimas. Como dice el título de esta columna: Viva el País Vasco, adiós ETA.
Gora Euskadi, agur ETA
<br>