Sintió gritos que venían del pasillo. La hermana Claudia Vargas se sobresaltó, pero no entendió qué sucedía tras la puerta de su habitación en el pensionado "Nuestra señora de Dolores", donde ella vivía por décadas junto al resto de las monjas de la Congregación de las Hermanas de Providencia, y otras 30 ancianas cuyas familias pagaban porque estuvieran allí, en una especie de retiro cristiano de buena categoría. Se puso de pie de un salto y salió al pasillo.

Vio humo negro y espeso que avanzaba hacia ella. Las ancianas corrían de un lado a otro, entre clamores y llantos. La hermana Claudia comprendió, al instante, que su mundo se destruiría en cuestión de minutos.

En la central de bomberos recibieron una llamada: "Se quema la habitación de un hogar de ancianos". El encargado fijó la clave "Nadral 1003" y despachó cinco compañías, con tres carros de agua, dos camiones con escala y un tercero, de altura. Eran las 18.26. Hora de taco, calor y fastidio. Hacía 11 minutos, una anciana estaba calentando agua para tomarse un café en una pequeña cocinilla eléctrica. La mujer volteó el artefacto, inflamó una cortina y en cuestión de segundos se produjo una llama que fue comiéndose el pensionado metro por metro.

El fuego se tornó incontrolable en 15 minutos.

La hermana Claudia vio el rojo de las llamas y escuchó el crepitar de los muebles centenarios haciéndose cenizas. Puso atención a las indicaciones de sus compañeras para desalojar el lugar sin perder tiempo, y, de pronto, vio equipos de bomberos corriendo hacia ellas y las evacuaron. La mujer que dio vuelta la cocinilla eléctrica lloraba y entraba en estado de shock. Las demás intentaron tranquilizarla, pero no pudieron. Fue una de las primeras en ser retirada del pensionado. La hermana Claudia pensó en lo terrible que sería para la congregación perder el viejo pensionado, construido junto a la parroquia en 1882. Ya estaban 19 de las 22 compañías de Santiago con un ejército de bomberos. No creyó lo que le informaron cinco minutos después.

En un lugar seguro, una de las hermanas le dijo, llena de pánico:

-Se quema la iglesia, hermana.

Miró hacia la cúpula y notó lenguas de fuego cubriendo la cruz principal y elevándose hacia el cielo. El símbolo de una de las más importantes y poderosas congregaciones de religiosas en Chile se estaba destruyendo.

La Congregación de las Hermanas de la Providencia llegó a Chile por accidente. En 1852, cinco religiosas canadienses fueron enviadas en misión a la zona de Oregón, en Estados Unidos, para evangelizar a los indígenas del oeste americano. Pero cuando llegaron no encontraron aborígenes a los que entregar la palabra de Dios ni tampoco pueblos que ayudar.

Decidieron volver a Quebec, y les dijeron que la mejor manera era embarcándose en California, en un carguero chileno llamado Elena, cuyo destino era el puerto de Valparaíso; desde allí las Hermanas de la Providencia tomarían otro barco que cruzaría el Cabo de Hornos y arribarían a Quebec por el Océano Atlántico al año siguiente.

La travesía fue dura. Estuvieron en el mar durante 83 días y llegaron a puerto en la madrugada del 17 de junio de 1853. Cuando el intendente Roberto Simpson recibió las noticias de la llegada de las cinco monjas extranjeras, rápidamente se puso en contacto con el entonces Presidente de la República, Manuel Montt. Este le instruyó que convenciera a las Hermanas de la Providencia de que se quedaran a hacer su misión en Chile. No las podían desaprovechar.

Y la razón era social y política.

El gobierno y la aristocracia buscaban a un grupo de monjas extranjeras que se hicieran cargo del grave problema de los niños huérfanos que inundaban las calles de Santiago, hasta que morían de severas enfermedades infecciosas. De hecho, la Sociedad de Beneficencia de Señoras, grupo creado por las mujeres de la elite para apoyar causas sociales, aprovechó el momento y presionó para que Manuel Montt convenciera a las religiosas canadienses.

Las monjas aceptaron y comenzaron a hacer un trabajo excelente. La presidenta de la sociedad, Antonia Salas de Errázuriz, quedó complacida.

Hacia 1857 Santiago tenía un orfanato digno, gracias a las Hermanas de la Providencia. Ese año murió la primera superiora de la congregación y asumió el poder una de las monjas canadienses más jóvenes: con sólo 25 años, Bernarda Morin se propuso convertir a las Hermanas de la Providencia en la congregación de religiosas más importante del país.

Tenía el apoyo del obispo reformista Rafael Valentín Valdivieso, quien la nombró superiora en 1863. Su trabajo con los huérfanos fue reconocido por la alta sociedad. Los salvó de la esclavitud laboral y sexual. Su diagnóstico social sobre Chile, sin embargo, era descarnado:

"No rara vez sucedía que a los niños enfermos se les veía con manchas negras en la cara, y algunas veces en el vientre. Luego se les declaraba la gangrena con un hedor de pestilencia que de día había que sacarlos afuera(...). A unos, se les caían a pedazos las narices, las mejillas, los labios y hasta las mandíbulas, arrojando ellos mismos con sus manecitas esos pedazos de carne o hueso corrompidos", escribió la hermana Morin.

La congregación estableció lazos férreos con la aristocracia. Sumó novicias y hermanas de las familias más nobles de Santiago y permitió que las madres y esposas de terratenientes, políticos y autoridades se sumaran a la obra que la hermana Morin fue construyendo.

El lazo terminó por atarse con hermanas como sor María Matilde Latham, sor María del Carmen Valdivieso o sor María Celia Bascuñán.

En el obituario de una de las más preciadas religiosas, fallecida en 1908, a los 47 años, se lee:

"Sor María Clemencia Echeñique pertenecía a una familia eminentemente cristiana y distinguida entre las patriarcales de la República, de suerte que su educación no dejó nada que desear; por eso, la formación de su espíritu y la de su corazón anduvieron a la par. Sus conocimientos y relaciones sociales fueron de gran utilidad para la congregación".

De eso se trataba: trabajar para extirpar la miseria humana, a través de las buenas relaciones sociales y políticas.

Entre 1863 y 1890, en medio de los gobiernos liberales abiertamente anticlericales y de la Guerra del Pacífico, Bernarda Morin trabajó codo a codo con las autoridades y fundó decenas de orfanatos y colegios en todo Chile. Hacia 1916, la obra que dirigía ya tenía 14 escuelas gratuitas, ocho asilos, tres pensionados para viudas, tres hospitales, dos dispensarios y tres casas de ejercicios. Llegó a extenderse a misiones en Bolivia y Argentina.

Cuando el fuego se extendió por el entretecho de la parroquia de las Hermanas de la Providencia, el incendio se hizo incontenible. Bomberos decidió abandonar la lucha y usó su poder de agua para proteger los edificios colindantes,

-¿Es verdad que no quedó nada? -preguntó, nerviosa, la hermana Claudia.

Dos días después fue a ver el altar. Le tranquilizaba que los restos de Bernarda Morin, muerta en 1929, se hubiesen salvado. Se resignaba a que, al menos, nadie hubiera muerto. Allí se encontró con la arquitecta Amaya Irarrázaval, que había restaurado la iglesia. Cuando vio las paredes peladas, el piso negro y el olor a madera húmeda y quemada, sólo atinó a llorar.

La hermana Claudia Vargas la abrazó.

Hoy, en todo Chile, no llegan al centenar las religiosas de la congregación.

El enorme poder económico y social que llegó a tener se ha esfumado de a poco. A partir de la década de 1922 el Estado chileno comenzó a hacerse cargo del problema de la niñez. En el período del gobierno radical de Juan Antonio Ríos, en 1943, se construyó la Ciudad del Niño. A partir de ese momento el problema de la orfandad prácticamente se solucionó. Las tasas de mortalidad infantil bajaron y los asilos y orfanatos dejaron de ser administrados por las hermanas. Ahora la congregación administra un puñado de colegios y asilos de ancianos.

Con la crisis de las vocaciones y la aparición de nuevas obras religiosas, las Hermanas de la Providencia ya no tienen el origen social de antaño; aunque todavía poseen una influencia importante en el lugar que las recibió en 1857: Providencia. Las calles cercanas a la parroquia tienen nombres relacionados con el lugar de origen de Bernarda Morin.

Afuera, enfrente de los únicos edificos de la congregación que quedaron en pie, hay un carro de Bomberos. La hermana Claudia Vargas lo ve y cierra los ojos.

-Se acabó la iglesia donde uno nacía a Dios y se iba a su encuentro, al morir.

La mujer se persigna y dos bomberos se sacan sus cascos por el calor.