EN EL Muelle de Lapa, en Angra dos Reis, los niños corren a ver una pequeña faena pesquera que apesta, precisamente, a pescado. Variedades de gaviotas sobrevuelan este lugar al que llegamos después de dos horas y media de viaje desde Río de Janeiro. Los miro sentada arriba de un cerro de bolsos, en una especie de paradero, donde también esperan el zarpe del ferry una veintena de mochileros holandeses, que toman cervezas, conversan o escriben en sus teléfonos.
Después de una rápida inspección, los niños corren a ver los barcos e intentan subirse al ferry, un marino los detiene en portugués y ellos le hacen preguntas en castellano que no alcanzo a escuchar. Su hermana grande les toma fotos. La chica interactúa con los holandeses. Lo logramos, vamos rumbo a Ilha Grande, o Ipaum Guacu, como la llamaban los indios tamoios, sus antiguos habitantes.
Con los niños todo adquiere emoción, incluido un simple viaje en ferry: una vez arriba, lo exploran de punta a cabo, eligen y cambian asientos, gritan sorprendidos cuando comienza a moverse y se asoman a ver cuánta es el agua que levanta. No paran hasta que la monotonía del viaje los relaja y se duermen. Después de dos horas de navegación llegamos a Villa do Abraão, el único pueblo de la isla.
Desde el mar todo se ve como en las fotos de internet: decenas de pequeñas y coloridas embarcaciones atracadas en la orilla, un par de muelles, las casas y, detrás, los cerros verdes de la Mata Atlántica.
Son varias las razones por las que elegimos esta isla y no otra playa brasileña: primero, porque no se permiten autos, todo el mundo camina o va en bici; segundo, no ha llegado el turismo de masas, no hay resorts all inclusive, sino sólo pequeñas posadas; finalmente, porque es un Parque Nacional y Marino, tiene 130 kilómetros de costa, 106 playas preciosas y 220 días despejados por año.
Atracamos y el muelle se llena de carreteiros, hombres con carros de arrastre para transportar los bolsos y maletas de turistas o, también, las compras que lugareños hacen en el continente. Nuestro carreteiro se llama Camaron y, además de los bultos, transporta a los niños, ya despiertos.
Le explico que no vamos a una posada, sino a una casa y le doy la dirección. Es nuestro primer homeliday, mezcla de las palabras home u hogar y holiday o vacaciones.
Como en casa
En Estados Unidos les encanta inventar palabras, y con la crisis económica, al turismo le han ampliado el diccionario. Además del concepto de homelidays, que consiste en cambiar el hotel por una casa arrendada online en el extranjero, se ha hecho popular el homestay, viajar alojando en casa de lugareños y, un poco más extrema, la staycation, que consiste en vacacionar sin moverse de su casa.
Los tres buscan reemplazar el hotel por una casa y, de esa forma, ahorrar. Si sólo tuviera un hijo, probablemente habría elegido una linda posada. "Uno es ninguno", dicen del primogénito, y es cierto: duerme en la cama adicional de su pieza de hotel, viaja a sus anchas en el asiento trasero del auto y hasta que cumple dos, vuela gratis. Con uno solo, incluso acampar es un placer, en vez de un trabajo 24/7, como se dice ahora.
Pero no me quejo. Me acostumbré a los pros y contras de la tabla del seis, dos adultos y cuatro niños, y me gusta, aunque hay que ingeniárselas. Fíjese: una posada a orillas de la playa aquí cuesta unos US$ 150 ($ 75.000) por habitación. O sea, para tres piezas necesitamos un presupuesto de US$ 450 ($ 225.000) diarios, sólo por el alojamiento con desayuno.
Esta casa, en cambio, cuesta US$ 190 por día y queda frente al mar. Tiene cuatro piezas con baño y capacidad para 12 personas. Además de jacuzzi, jardín tropical donde hacer un asado, sala de juegos y un minicine, Valeria, la cuidadora, viene en las mañanas a ordenar y a limpiar.
Este tipo de vacaciones se ha convertido en una verdadera tendencia: según un estudio de Tripadvisor, 40% de los viajeros norteamericanos planea un homeliday en 2012. Además, ha crecido enormemente la oferta de lugares en el mundo para arrendar y, gracias a diversos portales, se puede hacer fácilmente y en contacto directo con el propietario, ahorrando el costo de agencias y corredores (ver recuadro).
Cuando Camaron dejó los bolsos en la entrada tomé conciencia de que no sólo el precio se adapta mejor a una familia (o incluso dos familias juntas), sino que también resulta más cómodo, estamos como en casa.
Caribe brasileño
La isla, uno de los 10 imperdibles de Brasil según Lonely Planet, tiene un pasado oscuro: desde 1510 y, por un par de siglos, fue refugio de traficantes de esclavos y piratas; en el siglo XIX, se construyó un hospital para leprosos que dejó de funcionar en 1913 y, poco tiempo después, se erigió la cárcel Cándido Mendes, de alta seguridad y para delincuentes peligrosos.
Con ese historial, el paraíso se mantuvo intacto hasta 1994, cuando cerraron y dinamitaron la prisión. Un par de años más tarde llegaron los primeros turistas. Hoy, las ruinas de la cárcel son una de sus atracciones, sobre todo porque se encuentran en la hermosa playa Dios Rios, a dos horas de caminata desde Villa do Abraão.
Aquí, las excursiones son de dos tipos: caminando o navegando. Las playas de la orilla que mira al Atlántico tienen más oleaje y, en algunas, incluso se puede surfear. Las que miran a la bahía de Angra dos Reis son tranquilas como una postal y le han valido el sobrenombre de "Caribe brasileño". Entre una orilla y otra se alza la selva, cuya cumbre más alta es el hermoso cerro Papagayo, de unos 1.100 metros.
Hay dos senderos de barro, muy resbalosos, que la atraviesan y por los cuales se pueden hacer paseos de hasta un día. Los otros caminos son huellas que bordean la costa en una circunferencia casi completa. Nuestro primer paseo es a playa Da Crena, a 20 minutos caminando desde la casa. Esta playa pequeña, privada, de arena suave y mar quieto, se transformó en nuestra salida habitual. Cada excursión diaria terminaba en Da Crena.
El paseo más extremo fue a la playa Lopes Mendes, considerada una de las más atractivas del litoral brasileño: tiene tres kilómetros de largo, mar claro, olas y está rodeada de árboles en los que viven monos. La caminata es demasiado larga para hacerla con niños (tres horas) y demasiado resbalosa. Llegamos embarrados, cansados y con algunos moretones. Llovió en el camino, y el mar, ese día, estaba tan bravo que la marea se había comido la playa. Arrancamos, literalmente, para alcanzar el barco de regreso.
Además de las playas es muy recomendable una excursión para bucear o hacer snorkeling. Si bien el fondo marino no es como en el sudeste asiático o el Caribe, para una primera experiencia submarina, sorprende. Los mejores lugares son Laguna Azul y Laguna Verde. En el camino se puede aprovechar de conocer las playas Feticeira, Da Fora y la inigualable Praia do Amor.
Nuestra última excursión fue en kayaks dobles. Salimos por la bahía esquivando barcos anclados y, esta vez, llegamos a Da Crena por el mar, recuperamos unos anteojos extraviados, nos bañamos por última vez y seguimos remando hasta playa Guaxuma. Nuevamente hicimos el ritual de la última zambullida y remamos a Praia Abraaozinho y Praia Morcego, donde sacamos la última foto, abriendo bien los ojos y guardándola en la memoria.