El almacén de Caupolicán 474 no tiene nombre. Su dueño, Luis Henríquez, tampoco sabe la fecha exacta en que llegó al barrio Italia. Como testimonio, guarda un cuaderno de tapas jaspeadas y hojas amarillas donde quedaron registros de épocas pasadas, de esos años en que los precios eran fijados por el Estado.
Las primeras anotaciones datan de 1946. A medida que se avanza hoja a hoja, los datos son más claros. "9 de marzo 1968. Se notificó con cédula N. 19631 por mantener para la venta al público porotos granados a mayor precio (escudos) 0,90. (Precio oficial en escudos) 0,822 el kilo". Esas frases manuscritas no son de Luis, quien apenas sabe leer y escribir, sino de algún inspector que dejó constancia de que los porotos se estaban vendiendo por sobre el valor fijado.
Un limón, un kojak, un tomate, un ají, un cuarto de sal o azúcar. Así se vende en este local. De pellizcos. Sus clientes, a los que se les saluda por el nombre, llegan a pie y compran para el día.
El almacenero tampoco sabe qué edad tiene. Su cédula de identidad la guarda un familiar. "Son 98 años me parece", dice.
A Santiago llegó antes de cumplir los 17, buscando mejores expectativas de vida para él y su madre. Avenida Italia fue el primer lugar que visitó. Lo que le gustó fue la parroquia San Crescente, en Salvador 1363, justo en la esquina con Santa Isabel.
"La iglesia me servía para ubicarme. Partí en una pieza que compartía con mi mamá. Yo repartía mercadería en bicicleta. Como no conocía Santiago, miraba donde estaba la iglesia y sabía hacia dónde debía pedalear", cuenta.
Mientras recuerda, el nonagenario almacenero camina, a paso lento apoyado en su bastón, hacia la puerta de vidrio que da a la calle Caupolicán.
El almacén es parte de la vivienda de la que actualmente Luis Henríquez es propietario. Una casa grande de adobe con parrón que a mediados del siglo pasado fue un cuartel de Carabineros. Aún hay trazos de barrotes en la ventana de una de las piezas, la que entonces se utilizaba de calabozo. Fue en esa casa donde Luis conoció a su esposa, con quien tuvo 10 hijos. Con ella, ideó la venta de carbón que le permitió dejar de arrendar y comprar una casa propia.
"Al principio vendía un kilo de carbón. Lo repartía en las casas. Cuando me establecí con el almacén me empezó a ir mucho mejor. Mi señora era vecina del barrio e hija de un señor muy pirulo que le tenía prohibido salir con el pichiruchi del carbón, como me decía", señala Henríquez,
Apuntando su bastón hacia calle Santa Isabel, recuerda que le fue tan bien con el negocio, que la gente hacía fila justamente hasta esa calle para poder comprarle. Eran los tiempos de los cités, de las familias que arrendaban piezas y que cocinaban y se calefaccionaban con braseros. Justo frente al almacén, en Caupolicán 491, existía un conventillo. Hoy, en ese lugar hay un taller de autos que ocupa cerca de media cuadra.
"Tenía un patio interior con una pileta donde la gente lavaba la ropa. Todos eran mis clientes", rememora.
Todavía conserva fotos donde aparece joven y sonriendo frente a las repisas de su almacén atiborradas de paquetes de queso rallado y salsas de tomates. Esos muebles ahora albergan una colección de teteras antiguas, enlozadas y de cobre, junto a una campana de bronce forjado, el símbolo del local.
A veces, cuando se siente solo, Luis toca la campana para que los anticuarios, sus actuales vecinos, dejen de lado el pedazo de vidrio con que lijan las camas y mesas estilo normando, y se acerquen al almacén a conversar.
Las teteras y la campana son regalos de sus hijos. De los 10 que tuvo, dos están con él, otros dos viven en Concepción y el resto se reparte entre Estados Unidos, Portugal y España.
"No vivimos del almacén. Lo mantenemos por mi papá. Toda la vida ha sido negociante ¿qué haría sin el local? Mis hermanos nos ayudan mandándonos cosas para no tener los estantes vacíos", cuenta María Henríquez, hija de Luis.
Diez años atrás era él mismo quien tomaba el auto e iba a la Vega Central a comprar verduras en los camiones de los proveedores. Le gustaba levantarse temprano, a las cinco de la mañana, pero con el paso de los años la tarea se volvió imposible. El auto lo vendió y hoy es María quien va a la feria a comprar frutas y verduras. En época de verano, vende sandías y melones por trozos.
"También compro jengibre y rocoto. Dos años atrás no sabía qué eran, pero han llegado muchos peruanos a trabajar con los anticuarios. Ellos me los pedían, así que tuve que aprender a escogerlos", cuenta María.
El local es uno de los últimos resabios de los antiguos vínculos y redes de confianza del barrio. Una vecina entra al almacén y pregunta si le queda perejil. María abre la puerta del único refrigerador y saca un paquete envuelto en diario. El perejil se guarda de esa manera para que sus hojas no se pongan amarillas. Cuesta $ 100, pero la vecina no encuentra el monedero.
"No se preocupe, me lo paga otro día", dice Luis.
La vecina asiente y lleva el perejil, envuelto en diario.
"Quizás lo más inteligente sea vender, pero a mí me gusta cuando los papás vienen con los niños y les cuentan que así compraban ellos cuando chicos, cuando no existían los supermercados", remata María. Luego, muele un huevo duro en media marraqueta para un trabajador vecino que le pidió ese tentempié y un tazón de té para las cinco de la tarde.