SUELE SUCEDERME a menudo, que estoy concentrado, trabajando en mi escritorio, e interrumpe una señorita por teléfono ofreciendo un servicio bancario o funerario, me pide participar en alguna encuesta, o solicita una contribución para alguna institución “solidaria”. Si no les cuelgo de inmediato, les pido que me expliquen dónde sacaron mi número de teléfono y con qué derecho molestan (suelen ser insistentes). A lo cual responden siempre lo mismo: ellas sólo están haciendo un trabajo y yo debiera preguntar derechamente al banco, a la funeraria o a la empresa de encuestas. No entienden que, para todos los efectos del llamado, ellas “son” dichas empresas. Lo cual lo hace a uno pensar, ¿no será que llaman de la Penitenciaría o de algún “call center” en Panamá o tierra corsaria de nadie, también una posibilidad?
Nadie se hace cargo de nada. Intente hacer un reclamo y verá como lo tratan y tramitan. Pasa con la inseguridad y delincuencia que hasta el ministro del Interior reconoce ser un fracaso de Estado. Ya antes lo había dicho respecto a La Araucanía. El reconocimiento es ofrecido -supongo- a modo de consuelo. Pasa con las instituciones en general. Si, de hecho, nadie sabe mucho quién siquiera las preside. Un amigo hace la prueba en cuanta fiesta y reunión de trabajo a la que va, simplemente pregunta: ¿quién es el comandante en jefe del Ejército (ni mencionemos los de las demás ramas), cómo se llaman los distintos superintendentes de actividades económicas o servicios públicos, el director de presupuesto, el Contralor General de la República (la pregunta puede ser capciosa), nuestros embajadores en las más estratégicas plazas diplomáticas, quiénes dirigen nuestras principales bibliotecas públicas o museos? Haga un listado de las universidades y trate de recordar (si es que alguna vez lo supo) el nombre de sus rectores; peor, indague cuáles son las contribuciones intelectuales o académicas que los han llevado a ocupar dichos cargos. Y, a propósito, cuánta gente habrá sabido que el recién galardonado con el Premio Nacional de Educación fue el artífice de la ENU. “Quien nada sabe, nada teme”. Mi amigo, el del juego de salón, contrasta esta ignorancia generalizada con la cartilla completa que todo el mundo puede llenar de los peloteros que conforman la Selección Nacional.
Hannah Arendt llama este fenómeno el “Imperio de Nadie” (“Rule by No One, Rule by Nobody”), con la particularidad que lo atribuye a los orígenes del totalitarismo. Es tal el grado de burocratización y de “apparátchiks” (“agentes del aparato”) que se produce algo peor que la tiranía, más nocivo que el puro abuso, el que no haya nadie a quien se le pueda pedir que responda por lo que se está haciendo o no haciendo. Como en el tango de Santos Discépolo: “Cuando estén secas las pilas / De todos los timbres / Que vos apretás… / La indiferencia del mundo / Que es sordo y es mudo / Recién sentirás”. Sólo entonces sabrás la firme y “verás que todo es mentira”. Este, no otro, es el problema en Chile hoy.