“ESTA PROPUESTA plantea un cambio de paradigma”, sostiene el programa presidencial de la actual administración. “Ello implica pasar de la educación como un bien que es posible transar en el mercado y la competencia como mecanismo regulador de la calidad, a un sistema educacional coordinado que ofrece a las niñas, niños y jóvenes de Chile un derecho social”. Bajo este predicamento se ofreció a los electores la idea de una educación superior gratuita para todos los estudiantes.
Los detractores de la iniciativa advirtieron desde el primer momento sobre su alto costo -y sobre los perjuicios de subsidiar la oferta y no la demanda-, pero los promotores de la misma retrucaron con una reforma tributaria que serviría para financiar la supuesta gratuidad universal e incluso más. Ahora que los plazos auto impuestos se vienen encima, el Ministerio de Educación busca una fórmula que le permita mantener el discurso de la gratuidad universal, pero con recursos adicionales. Surge, entonces, la propuesta de un impuesto a los alumnos titulados de mayores ingresos.
La idea resulta sorprendente y demuestra lo erróneo del camino escogido. En primer lugar, lo más evidente, porque echa por tierra la tesis de la gratuidad universal y la concepción de la educación como un derecho social. Se dirá que el acceso a la universidad será, de todas formas, gratuito para todos los postulantes y que el impuesto posterior a la titulación corresponde a un esfuerzo social conjunto que no altera este principio. Pero no es correcto: el hecho práctico es que la gratuidad supone cuantiosos recursos, incluso muy difíciles de estimar, con que el Estado no cuenta. Desvincular el costo de las carreras profesionales de la demanda constituye, definitivamente, una mala idea.
Pero eso no es todo. En caso de prosperar un impuesto como el mencionado, la autoridad se vería en la obligación de fijar una serie de criterios que podrían resultar contraproducentes con los objetivos de igualdad que la misma reforma educacional persigue. Si se consideran, por ejemplo, sólo los ingresos del futuro profesional, se podría terminar afectando a una persona de baja condición socioeconómica que, con su nuevo ingreso, contribuye a la sostenibilidad de toda su familia. Por el contrario, tampoco correspondería que se evaluara la situación familiar del titulado, teniendo en cuenta que se trata de una persona que estaría comenzando su vida independiente.
Parece más adecuado avanzar en anteriores propuestas que buscaban unificar los sistemas de crédito con respaldo fiscal, los mismos que hoy permiten estudiar bajo condiciones preferentes a una parte importante de los alumnos, y establecer un pago asociado al futuro ingreso que perciban como profesionales, durante una determinada cantidad de años. Ello supone descartar la propuesta de una educación superior gratuita de carácter universal, pero sin convertir la situación económica del postulante en una traba para que acceda a la educación que le permitirá, por su cuenta, alcanzar sus aspiraciones.