Fiodor Dostoievski (1821-1881) tuvo una vida tanto o más atormentada que sus personajes, los inmortales Raskolnikov de Crimen y castigo o el príncipe Mishkin de El idiota. Su madre murió cuando era adolescente y su padre, médico militar, cayó en una tristeza que lo ahogó en el alcohol y en la muerte. Fiodor fue educado para ingeniero, pero se volvió escritor y también autor de panfletos anarquistas, lo que le valió la pena de extrañamiento y trabajos forzados en Siberia. Como sus personajes, sufrió de horrores físicos (epilepsia, compulsión por el juego), además de la represión burocrática y la pérdida de los ideales del amor y la justicia romántica que pisoteó el terror zarista. Solo al final de su vida, cerca de los 60 años, alcanzó cierta calma y escribió Los hermanos Karamazov, una de las novelas clásicas de la modernidad. Pero su tragedia no tuvo término: murió su hijo de pocos años a causa de la epilepsia que, supuso, él le había heredado.
No extraña entonces la capacidad de los personajes de Dostoievski para enfrentar el sufrimiento, la falta de sentido entre lo que se quiere y lo que realmente ocurre, la incongruencia del ser interior con un mundo incomprensible. Es un enfrentamiento difícil que emprendieron todos los maestros rusos; unos son más graciosos o grotescos, como Leskov y Gógol, otros más profundos y tristes, como Tolstói y Chéjov, y otros aún más finos y desesperados, como Pushkin o Turgueniev; todos hablaron directamente del absurdo de creer en algo, del golpe que recibe el que quiere que la vida tenga sentido. Dostoievski encara lo que el sociólogo Durkheim llamaba en esos años "anomia", la falta total de encontrar una norma, lo que lleva a la desviación del ser y a perder interés en los demás y en la existencia. Los personajes de Dostoievski se enfrentan a ese abismo y llevan al lector al borde con ellos: cómo actuar, cómo ser fiel a sí mismo, cómo esa necesidad es una y otra vez destruida, pero lo imperioso de seguir, de hacerlo, se mantiene.
La traductora de estos Cuentos completos, Bela Martinova, señala que en ellos resuena, como en toda la literatura del siglo por venir, el dictum de un contemporáneo lejano, "preferiría no hacerlo", el Bartleby de Melville. Pero la gente de Dostoievski siempre está empujada a actuar y, cuando no puede, no es capaz de esquivar nada: al menos piensa, habla, aunque sea de sus sueños inconexos. Más que la impenetrabilidad del ser, se trata de la ronda constante de querer ser, hasta lo extenuante. Cuando la presión de lo incomprensible (sea la burocracia o la simple falta de simpatía de los demás) deja a los personajes inmóviles, hay una mente que no se detiene, que reflexiona y que, sobre todo, imagina. Por eso, como también advierte Martinova, en Dostoievski hay un germen de Kafka.
Desde relatos de niños que muestran una ternura aterradora hasta crónicas, estos relatos no solo señalan el progreso del pensamiento y la inquietud moral, sino que muestran las emociones más básicas: el humor, la ternura, lo ridículo, lo terrible, la ansiedad, la exasperación.
El ingenio de Novela en nueve cartas, la dulzura de El niño con la manita, la risa tremenda de El sueño de un hombre ridículo: toda la literatura está contenida en cualquiera de estos cuentos.