Usted se enamora, convive, se casa y tiene hijos con la persona que elige. Porque usted elige, ¿verdad? ¿Y qué pasaría si de pronto se enterara de que no es usted el único responsable de este tipo de decisiones, sino que éstas se ven influidas, en gran medida, por la apariencia que tienen sus padres?

Eso es lo que propone el sicólogo David Perrett en su libro En tu cara: La nueva ciencia de la atracción humana. En él, el especialista explica cómo los rasgos físicos de nuestros papás influyen, sin que nos demos cuenta, en las características que nos parecen atractivas en una potencial pareja.

Perrett, profesor de la Escuela de Sicología de la Universidad de St. Andrews, en Inglaterra, ha dedicado los últimos años a investigar qué hace que un rostro sea atractivo para una determinada persona. La cultura y la genética pesan en esta impresión, por supuesto, pero Perrett encontró que lo que más determina la atracción hacia ciertos atributos son los rasgos de los padres.

Tome como ejemplo la elección del color del pelo y los ojos de un pololo. Perrett señala en su libro que "heredamos nuestro color de ojos y pelo de nuestros padres, pero ellos también nos afectan de una forma más sutil: podemos volvernos adictos a su color de ojos y cabello y buscar características similares en nuestras parejas".

La razón estaría en la "implantación" de las características de los padres en la mente de los niños cuando éstos son muy chicos. Para sobrevivir, los niños tienen que reconocer claramente las características de sus principales protectores, por lo que se graban muy fuertemente sus características físicas, sobre todo las del rostro.

Para probar la influencia de esta "implantación", el investigador reclutó a 300 hombres y 400 mujeres que habían crecido con ambos padres y que al momento del estudio mantenían algún tipo de relación sentimental. Primero se les pidió que informaran de su propio color de ojos y cabello, así como los de sus papás, mamás y parejas. De lo primero que los investigadores se dieron cuenta fue de que las parejas tendían, entre ellas, a tener similares colores de ojos y pelo. Esto podría obedecer a una razón cultural, ya que frecuentemente, según los mismos estudios de Perrett, elegimos a personas similares a nosotros, pues nos parecen familiares.

Sin embargo, algo más poderoso emergió: la mayoría de las personas estudiadas había elegido el color de ojos y cabello de su pareja dependiendo de los atributos del padre del sexo opuesto. Por eso, si la madre de una mujer tenía los ojos azules y el padre, cafés, ella era más proclive a elegir a hombres de ojos cafés. Lo mismo ocurre entre los hombres y sus madres.

Otro de los factores que llamó la atención de los investigadores fue la influencia de la edad de los padres sobre las preferencias de los jóvenes.

En otro estudio, Perrett analizó a estudiantes de las universidades de Liverpool y St. Andrews. En el experimento, el sicólogo les mostró una amplia variedad de fotografías de personas de distintas edades y les pidió a los participantes que ranquearan el atractivo de aquellas del sexo opuesto. ¿Qué ocurrió?: los jóvenes que habían nacido de padres relativamente viejos (30 años o más al momento del nacimiento de los estudiantes) se mostraron mucho más atraídos hacia los rostros más viejos. En contraste, aquellos que habían nacido de padres más jóvenes (29 años o menos al momento del nacimiento de los estudiantes) valoraron más la juventud y fueron más duros a la hora de juzgar los rostros de las personas que parecían mayores.

Es más, los estudiantes cuyos padres eran mayores parecían no fijarse particularmente en rasgos como las líneas de expresión y las arrugas. En contraste, los de padres más jóvenes resultaron particularmente agudos detectando estos rasgos, independiente de que quienes los poseyeran fueran personas de veintitantos o cincuentaitantos años.

La elección genética

A pesar de que para Perrett cobran protagonismo las reglas faciales que gobiernan la atracción (como que las mujeres que han tenido una infancia muy unida con sus papás prefieran parejas con rostros semejantes a los de ellos), en su libro deja claro que hay muchas otras y que todas, en conjunto, delatan cuán relevante es la elección de una pareja para el destino de nuestra especie.

Hombres y mujeres tienden a elegir parejas con rasgos parecidos a los propios, dice Perrett. Sin embargo, en las mujeres esta inclinación es mucho más débil, en comparación con los hombres. La razón sería evolutiva. De acuerdo al autor, una de las explicaciones más poderosas para este fenómeno sería que ellas están "programadas" para evitar la endogamia, es decir, la reproducción con personas de la misma familia, pues esto conduce a un aumento de la probabilidad de desórdenes genéticos en los potenciales hijos.

Dos son las formas en que las mujeres se aseguran de no elegir a hombres de una línea genética semejante a la de ellas: resguardando, como ya se dijo, que no sean muy parecidos ellas, y a través del olor de una posible pareja.

Todos tenemos una determinada conformación inmunológica, establecida por genética. Ella nos permite hacer frente a ciertos agentes patógenos. Una persona con una estructura genética diferente puede, por tanto, contrarrestar otro tipo de microorganismos. Unir estos dos tipos genéticos dará como resultado una persona que podrá atacar a un mayor número de microbios. O sea, estará más protegida.

Curiosamente, el olor es una de las formas a través de las cuales podemos elegir a una persona con una variedad inmunológica distinta a la nuestra y, por tanto, más conveniente para la reproducción. Las proteínas inmunes que se forman a partir de los genes más tarde se rompen y son liberadas a través de la piel y la orina, y algunos de los fragmentos resultantes se liberan a través del aire para que otros lo huelan. De ahí viene la "química" que experimentamos frente al olor de una determinada persona.