Pablo Furtado, mulato candombero, “afina” su tambor al fuego de unos cartones que arden sobre el asfalto en el Barrio Sur de Montevideo. Es uno de los fundadores de la comparsa Nigeria, que está lista para desfilar en la “llamada” del carnaval. Sus miembros forman un círculo alrededor del fuego para templar los tambores, como hace algunas generaciones lo hacían sus ancestros en algún rincón de la costa africana, sobre la arena y junto a una choza de barro.
“Mi papá era negro y mi mamá blanca. He investigado y supuestamente venimos del Congo. El padre de mi abuelo fue esclavo en Río Grande do Sul y mi abuelo entró a caballo al Uruguay sin saber leer ni escribir. Un tercio de los 130 miembros de mi comparsa tiene creencias religiosas africanas. Yo no profeso, pero a veces me pasan cosas raras, como escuchar sonidos y voces durante la llamada”, explica Furtado cuidando que las llamas no quemen la lonja de cuero de su tambor.
A simple vista, el candombe es un alegre ritmo de carnaval que bailan mulatas esculpidas en ébano y hombres fibrosos que percuten tambores, creando un aura sensual y lasciva a puro desenfreno. Pero el asunto es bastante más complejo.
El candombe es exclusivo de Uruguay, aunque su origen estaría en una danza ritual muy extendida entre las culturas africanas que fueron diezmadas por las incursiones de los barcos negreros. Con la repetición de un ritmo sincopado hasta el paroxismo, en las aldeas africanas se hacía una “llamada” a los espíritus de los dioses, los que no estaban presentes a través de una imagen adorada, sino que llegaban desde su mundo de manera invisible para ingresar al cuerpo de las personas. Estas se sumían en un profundo trance místico poseídas por uno de los muchos orixas, entregándose a un baile frenético que quedaba fuera de su propio control.
“A mi cuñado, que es tamborilero en la comparsa Nigeria, a veces lo ves tocando encorvado por dos cuadras. Cuando le hablás, te abre los ojos bien grandes y te das cuenta de que no es él quien te responde sino otro: está ‘incorporado’. Las ‘llamadas’ lo que hacen es invocar a los dioses”, sentencia Pablo Furtado mientras corre a fundirse en la masa ya sudorosa, que comienza a desfilar en medio de un trueno de tambores milenario, cuyo latido original remite al África tribal.
Desde tierras Bantúes
Cuando los negros encadenados en la bodega de un barco cruzaban el océano, no tenían otro consuelo que los rituales percusivos, esa pertenencia inmaterial que trajeron consigo al Nuevo Mundo. Guardaron en su mente el ritmo y en Uruguay construyeron tambores con barricas que llegaban en barcos desde Cuba, porque en África los construían con troncos ahuecados.
La mayoría de quienes llegaron a orillas del Río de la Plata venían de la región Bantú: el Congo y Angola. Allí había unos 450 grupos étnicos que hablaban una veintena de lenguas y muchos más dialectos. Muchos ni siquiera podían hablar entre ellos y la única forma que tenían de comunicarse era la música que salía de los tambores.
Durante la colonia cada “nación” africana tenía su toque de tambor, que con los siglos se fueron fusionando en el actual compás de 4x4 del candombe. Un oído experto es capaz de distinguir el toque de cada barrio popular de Montevideo, pues existe una sutil distinción en la cadencia y seguramente un estudio etnomusical podría determinar si el toque de la comparsa Cuareim 1080, del Barrio Sur, coincide con el de alguna tribu del desierto de Angola, o si el de La 14, del barrio de Palermo, se parece al son congoleño del siglo XVIII.
Aunque en la ciudad brasileña de Salvador existe el candomblé, una religión que posee elementos comunes con el candombe uruguayo, éste es sólo un ritmo y carece, al menos de manera manifiesta, de su sentido ritual original. Sin embargo, hay en él restos evidentes de una religión que fue perseguida por los españoles e incluso un sincretismo con la religión católica, ya que las celebraciones candomberas más tradicionales son la de San Benito -en la colonia los negros adoraban en secreto a Eleguá detrás de la imagen de ese santo- y la de San Baltazar, el 6 de enero. Este último es un santo negro no reconocido por el santoral católico y que fue reapropiado por identificación a partir de uno de los Reyes Magos.
“Cuando caminás hoy por las calles de Angola sentís esa musicalidad innata de los negros; incluso el rítmico andar de las personas y hasta su gestualidad tienen un nexo con esa ritualidad basada en el golpe del tambor”, dice Carlos Baráibar, miembro de la comparsa La Facala.
De alguna manera, ese toque era la base sobre la que se apoyaba el orden existencial del mundo, para millones de seres humanos, en el continente donde se cree que surgió el hombre. Por esa razón la UNESCO declaró al candombe Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Los personajes
El carnaval uruguayo se basa en otro género musical llamado Murga, y que es el verdadero origen de esta fiesta, a fines del siglo XIX. Este tiene una génesis más europea, con agrupaciones músico-teatrales presentándose en escenarios al aire libre.
Las “llamadas” eran algo marginal y menospreciado por ciertos sectores sociales en Montevideo, hasta que se incorporaron oficialmente al carnaval en 1956. Pero sólo ocupan dos días en una fiesta que dura cuarenta. Siempre a comienzos de febrero, las comparsas -que en total suman tres mil personas- desfilan a lo largo de 15 cuadras por las calles Carlos Gardel e Isla de Flores. El municipio instala tribunas y sillas que cuestan entre 10 y 25 dólares y en total asisten cien mil personas. Un jurado elige la mejor comparsa.
En Uruguay el 8% de la población es afrodescendiente y todos están mestizados en alguna medida, por lo que en las comparsas se mezclan mulatos y lubolos (blancos pintados de negros). Algunas de las más emblemáticas son Okovango, Yambo Kenia, Tronar de tambores, Cuareim 1080, Elumbé y Sarabanda.
Al frente de la comparsa van los portaestandarte haciendo malabarismos. Después desfilan los portabandera, una decena de hombres fortachones con banderas de cuatro metros pintadas con colores del Congo, Angola, Kenia, Senegal, Ruanda, Camerún y Somalia. Detrás desfilan personajes representativos de lejanos cultos orixas: El primero es el escobero, que limpia el camino de malos espíritus abriéndole paso a la comparsa. El granillero, que equivale al brujo de la tribu que curaba enfermedades y maleficios con arbustos medicinales y que hoy lleva en una valijita. Y detrás de ellos las vedetes, con sus siluetas en llamas contorneándose frente a la “cuerda” de un centenar de tambores.
Finalmente desfila el cuerpo de baile femenino. Mujeres, y también hombres, hacen un despliegue de sensualidad con bastante desnudez y movimientos de cadera opuestos al recato del cristianismo occidental o del islamismo oriental. El origen de ese erotismo es sagrado, y se cree remitiría a una danza ritual de la fertilidad africana.
Puro sincretismo
El alboroto, el colorido y el baile de las mulatas montevideanas, con sus curvas de chocolate, son la cara más visible de este carnaval. Pero lo más curioso de la fiesta es lo subyacente, ese sincretismo cultural surgido de una extraña carambola de la historia, cuyo rebote múltiple hizo que a orillas del Río de la Plata confluyeran el desenfreno pagano de la antigua Roma, el carnaval callejero del “vulgo” medieval europeo, el culto a los dioses negros travestidos en santos católicos y los repiques rituales de tambor salidos de la fibra más profunda y lejana del África negra. El resultado es el candombe, a puro tambor.
El complejo entramado rítmico del candombe se teje con tres tipos de tambores: el chico, el repique y el piano. A simple vista difieren apenas en el tamaño, pero lo cierto es que sus funciones y sonidos son muy distintos. El tambor se cuelga con una banda cruzada sobre el hombro derecho y al avanzar es empujado con la pierna izquierda, lo que marca el tempo de la comparsa. Se supone que el movimiento es el reflejo del caminar de los esclavos y que “hasta que un candombero no camina bien, no puede tocar bien”.
Para algunos el tambor es una nostalgia del África, porque al ser arrancados de cuajo de su mundo y ver prohibidas sus creencias, las historias familiares de cada afro-uruguayo se fueron borrando. Su religión originaria es hoy una intuición, la mayoría no tiene cómo saber de qué zona proviene y el único nexo que les queda con ese paraíso perdido donde fueron libres es el tambor, esa recóndita vibración que atravesó el África entera, cruzó el Atlántico y sigue arraigada en ellos como una resistencia, un acto de rebeldía y reafirmación de identidad. La onomatopeya del candombe -borocotó chas-chas- está queriendo decir “aquí estamos, esto somos”.