EN LA PEQUEÑA localidad de Livermore, en California, existe una pintoresca estación de bomberos que tiene en el techo de su salón principal uno de los fenómenos de supervivencia más extraños del siglo XX: una ampolleta que ha funcionado por más de cien años sin que jamás se haya apagado. Un hecho inusual en la actual cultura consumista, donde todos los productos se estropean al cabo de unos pocos años de uso y su reparación es tan cara que resulta más conveniente comprar uno nuevo. ¿Por qué las bombillas actuales duran sólo unos meses y la de Livermore más de un siglo? Su creador, Adolphe Chaillet, se llevó el secreto a la tumba.

Este ilógico fenómeno movió a la directora alemana Cosima Dannoritzer y a la productora hispana Mediapro a realizar el documental Comprar, tirar, comprar, que explica la perversa tendencia sobre la base del desconocido concepto de la "obsolescencia programada" o diseñar productos para que fallen.

Según el documental, estrenado esta semana en la televisión española (y próximamente en Francia y Alemania), la célebre ampolleta californiana tiene en parte la explicación de esta lógica comercial (de ahí el nombre en inglés de la serie, The Light Bulb Conspiracy). En 1924, Phoebus, un conglomerado de empresas eléctricas se alió para intercambiar patentes, controlar la producción pero también… para reorientar el consumo. Para ese momento, los economistas estaban ya convencidos de que el consumo era el único motor posible de crecimiento. Y los ejecutivos decidieron que las ampolletas ya no durarían 2.500 horas (como el estándar del época), sino 1.000, lo que elevaría la producción y, por ende, las ganancias. Incluso, el documental se asegura que llegaron a crearse ampolletas con la capacidad para durar 100 mil horas, pero que nunca se comercializaron. "Es el primer cartel mundial para controlar el mercado", acusa en el documental Markus Krajewski, economista de la U. de Bauhaus de Weimar (Alemania).

El programa describe cómo ingenieros y diseñadores fueron convencidos a fabricar productos frágiles y el concepto "ciclo de vida de un producto" pasó a ser una asignatura en las escuelas. "Empezó en los años veinte, en el inicio del explosivo crecimiento económico. No sólo crearon productos que se autodestrozaron tras un tiempo predeterminado, también inventaron el concepto de 'modelo anual', que lleva a comprar una nueva versión y tirar la antigua aunque todavía funcione", explica a La Tercera Dannoritzer. Es decir, dice la economista, lograron generar en la mente de las personas -gracias a la maquinaria publicitaria- la necesidad de nuevos productos a través de diseños renovados o con más prestaciones, muchas veces innecesarias.

Hoy nadie cuestiona este principio. El término "obsolescencia programada", según Dannoritzer, es conocido en países como Inglaterra o Estados Unidos (planned obsolescence), pero en la gran mayoría no. "Sin embargo, la gente lleva tiempo sospechando algo. Las personas mayores siempre dicen que antes todo duraba más. Fue lo que queríamos comprobar con este documental, mirar sí realmente es verdad. Y hemos encontrado muchas pruebas (incluso documentos de los propios fabricantes) que confirman que la obsolescencia programa es la base de la sociedad de consumo", agrega.

Esta cultura desechable se enquistó en la sociedad consumista de la segunda mitad del siglo XX y permanece hasta hoy. Hace poco una abogada de San Francisco, en EEUU, demandó a Apple porque en los primeros modelos del popular iPod habían aplicado la obsolescencia. Pasados 18 meses, la batería del producto moría y la compañía no tenía contemplado un sistema de recambio. Tras el juicio, Apple se comprometió a crear un servicio de recambio de baterías y prolongar la garantía del producto a dos años.

La tecnología ocupa un lugar importante en esta tendencia: televisores, radios, computadores, todos están diseñados para durar poco. De hecho, el documental desnuda cómo los fabricantes de impresoras adhieren en sus productos un chip que las inutiliza después de un determinado número de copias.

Otros ejemplos: durante la Guerra Fría, en el bloque del este, los refrigeradores debían, por ley, durar 25 años y eso se cumplía. Hoy, duran entre 10 y 15 años. En los años 90, los móviles tenían menos prestaciones pero eran más resistentes. Hoy, su ritmo de caducidad es casi anual. A los 18 meses ya son considerados anticuados. Suma y sigue: según se señala en el documental, actualmente una pantalla de plasma durará unas 20 mil horas, pero para entonces su luminosidad será menor al 50%; en las primeras mil horas ya pierde un 5%. Las medias femeninas también caen en esta lógica. En 1940, la empresa DuPont patentó una fibra que sustituiría a la seda y el rayón. Su resistencia, que impedía que se rompieran, terminó siendo un problema para los fabricantes. Durante la Segunda Guerra Mundial, todo el nylon se utilizó para material bélico, pero al acabar el conflicto, los fabricantes decidieron eliminar compuestos que protegían el tejido para que su duración no fuera excesiva. Los "puntos corridos" volvían así a las piernas de las mujeres.

En Livermore, casi mil personas se reunieron en 2001 para celebrar los 100 años de la mítica ampolleta (fabricada en 1901), festejo que incluyó bailes, juegos y, por supuesto, un pastel de cumpleaños. La bombilla lleva 110 años funcionando y cualquiera la puede ver en internet gracias a una cámara web que desde 2002 registra su luminiscencia on-line las 24 horas del día. Claro que los bomberos ya han debido reemplazar la cámara web dos veces desde entonces.

El drama ecológico

Una de las mayores críticas que hace el trabajo de Dannoritzer es el efecto medioambiental que genera la obsolescencia programada. El documental muestra que cada año, la industria electrónica genera 50 millones de toneladas de basura, que acaban en África. Aunque existe un tratado internacional que prohíbe el envío de chatarra a estos países, las naciones desarrolladas los mandan bajo el rótulo de productos de segunda mano, para ser reutilizados, aunque en realidad, cerca del 75% termina en basurales. "El sistema de reciclaje funciona muy mal y los residuos electrónicos acaban de manera ilegal en el Tercer Mundo, donde causan problemas medioambientales y de salud que algún día nos afectarán a todos", dice Dannoritzer.