La luz siempre ha sido un motor para el arte, desde los claroscuros de Rembrandt en los retratos en que manejó la luz y la oscuridad con dramatismo teatral, hasta los estudios emprendidos por el impresionista Claude Monet en cuadros como La Catedral de Rouen, en el que registró 31 veces los cambios de colores en la fachada del edificio gótico a medida que pasaban las horas del día. Sin embargo, es recién a mitad del siglo XX, con el desarrollo de la tecnología y el cuestionamiento de las formas tradicionales del arte, que los artistas comenzaron a experimentar con luz real, fascinados por la capacidad de crear efectos visuales y sensoriales en el espectador. Fue en la década del 60 cuando el fenómeno estalló; la alianza entre arte, tecnología y ciencia comenzó su apogeo y artistas de ambos lados del Atlántico empezaron sus investigaciones lumínicas con la idea de transformar el espacio, influir y alterar la percepción.
En Estados Unidos, el pionero fue Dan Flavin (1933), quien inició el llamado "arte de la luz eléctrica", usando tubos fluorescentes; mientras en Francia, Francois Morellet (1926) decidía transformar en piezas de arte los tubos de neón. Un venezolano radicado en París, Carlos Cruz-Diez (1923), hacía lo suyo con la serie bautizada como Cromosaturación: ambientes que inundó de color provocando un efecto óptico en quienes se sumergían en ellos, y el inglés Bill Culbert (1935), a fines de los 60, elaboraba verdaderas alfombras de ampolletas que se encendían y apagaban usando una programación electrónica.
A medida que la tecnología avanza, el arte lumínico se complejiza: los artistas son capaces de elaborar instalaciones en formatos aún más grandes, alterando espacios públicos donde transitan millones de personas, demostrando así su versatilidad y capacidad creativa, que los eleva a la categoría de científicos de la luz.
En 2006, una retrospectiva de Dan Flavin en la Hayward Gallery de Londres prendió la mecha en la cabeza del curador Cliff Lauson, quien se propuso reunir trabajos de estos artistas de la luz en una muestra que se hizo posible en 2013 bajo el título de Light Show. Luego de itinerar, entre 2014 y 2015, por Auckland, Nueva Zelanda; Sidney, Australia y Sharjah, Emiratos Arabes, la muestra aterriza en Santiago, desde el 17 de mayo y hasta septiembre, en el Centro de las Artes (CA) 660.
Por estos días, los 850 metros cuadrados despejados de la galería de arte con los que cuenta el centro cultural, se han transformado en un verdadero laberinto. Se trata del mismo lugar que en 2015 acogió la exitosa obra de Yayoi Kusama, la que logró atraer a más de 160 mil personas, y que ahora se ve repleto de murallas que forman salas más pequeñas para exhibir las 17 instalaciones lumínicas diferentes que trae Light Show.
El curador Cliff Lauson no sólo consiguió la participación de las figuras más influyentes de la disciplina, entre las que se sumaron a la lista anterior, los californianos James Turrel y Doug Wheeler, dos pioneros en los entornos de inmersión que utilizaron la luz como herramienta sensorial; sino que también recogió la obra de las generaciones más jóvenes, entre ellos, el británico Conrad Shawcross, el danés Olafur Eliasson, la alemana Katie Paterson y el chileno Iván Navarro.
"Es un repaso por los 50 años de este tipo de creación que usa la luz como objeto de arte, partiendo de obras claves de los años 60. Lo interesante es que no son obras reeditadas, sino las originales que lo comenzaron todo. La mayoría de ellas fue prestada por los mismos artistas o sus estudios y algunas son de colecciones privadas", explica Charu Vallabhbhai, asistente del curador y quien está a cargo de viajar con las piezas.
Si en su momento las obras fueron un desafío para la creatividad de los artistas y la capacidad de llevarlas a la realidad de sus asesores, levantar cada una de estas piezas nuevamente no es una tarea menor. "Cada una viene con manuales gigantescos que empezamos a estudiar siete meses antes de que llegaran las cajas con las obras. Nos hemos asesorado con técnicos de diferentes áreas, desde ingenieros calculistas a electrónicos. En el caso de la obra de Cruz-Diez, teníamos sólo las instrucciones y toda la obra fue levantada por nosotros con la dirección del estudio del artista", cuenta José Tomás Palma, jefe técnico y productor del CA660.
La obra del venezolano es justamente una de las más importantes de su carrera, Cromosaturación, de 1965, en la que el público se sumerge en distintos espacios saturados de color rojo, azul y verde: el ojo hace el resto formando otras gamas de colores que van del naranjo al violeta.
La muestra recoge todo tipo de tecnologías aplicadas al arte, desde las más pedestres como las ampolletas de Reflexión II, creada por Bill Culbert en 1975, quien las usa para crear un efecto visual en que el espectador las ve al mismo tiempo prendidas y apagadas en el reflejo de un espejo; u Hora mágica de David Batchelor, quien utilizó las típicas cajas de luz que se usan como anuncios de restaurantes o negocios para armar un cuadro plástico y brillante.
Entre las más complejas está Cilindro II (2012), de Leo Villareal, con la que se inicia el recorrido de la muestra, una especie de pilar vertical compuesto por 19.600 luces LED blancas que se prenden y apagan según una secuencia programada aleatoriamente. El resultado es una verdadera orquesta visual donde las luces son capaces de evocar efectos como una lluvia de estrellas, fuegos artificiales o un enjambre de luciérnagas. También destaca Modelo para un jardín sin tiempo (2011), instalación de Olafur Eliasson, que consiste en 27 fuentes de agua que funcionan dentro de una sala oscura y que sólo se iluminan con una serie de luces estroboscópicas que, en una frecuencia intermitente, logran un efecto inusitado: congelar el agua en el aire. O las dos piezas que exhibe el chileno Iván Navarro, en las que utiliza luces de neón y espejos para armar espacios como abismos sin fin.
"Se utilizan objetos y medios que no son propios del mundo del arte. A veces son muy baratos, como ampolletas o luces de neón, que terminan transformadas en costosas piezas de museo, cuestión que también enfatizan los artistas como una real paradoja. Este arte va más allá del objeto en el sentido de que el resultado tiene que ver con la experiencia sensorial y fisiológica de cada uno, que es irrepetible en cada caso; pero también hay una declaración política detrás en el hecho de hacer ver arte desde los objetos más cotidianos de la vida", afirma Charu Vallabhbhai.