CUANDO sus amigos le dicen que tiene suerte de ser embajador, él les dice que se equivocan. La suerte no es suya, es de ellos, porque él los tiene que pasear, festejar, atender y llevar a buenos restaurantes. La gracia -repite- no es ser embajador. Es ser amigo del embajador.
Jorge Edwards sigue siendo tan realista como siempre y no pierde el humor. Vino con ocasión del lanzamiento del primer tomo de sus memorias, Los círculos morados, firmó ejemplares en la feria del libro y dio una conferencia en la cátedra Bolaño de la UDP. También acudió a los canales y a las radios a promover su libro, donde el episodio de abuso sexual infantil que narra en estas páginas se convirtió en un hit. Los círculos morados, en todo caso, es mucho más que eso. Se trata de un testimonio de primera mano y de un valiente rescate del Chile de los años 30 y 40.
"Sí -admite-, yo vengo de un mundo bastante pije, pero también bastante bruto y violento. Había personajes cultivados y pequeños focos de sensibilidad y cultura. Mi propio abuelo tenía una gran biblioteca en su casa. Una pieza alta y grande. Hasta donde me acuerdo, preciosa. El viejo se sentaba al escritorio a leer o en un magnífico sillón capitone de cuero. Sueño con tener uno así. Tenía incluso un atril de bronce muy estético. Cuando adolescente, me propuse leer entera esa biblioteca, pero la verdad es que llegué sólo a Alarcón. Hasta ahí nomás. Lo importante es que todavía hay libros de esa biblioteca, los que ves allí de Paul Claudel, por ejemplo, que están incrustados en la mía".
Uno de los episodios más crudos del libro es quizás la profanación del diario de vida que llevaba su madre, cuando a los 18 años ella entra al comedor y descubre que muchos tíos y parientes se están riendo a carcajadas de lo que ella escribió. "Sí -dice Edwards-, es una escena violenta. Ese día la familia fue de insensibilidad salvaje, cavernícola. A ella esa experiencia la bloqueó para siempre y con el tiempo la llevó a desarrollar una idea de continuidad entre nosotros que es hermosa y rara. Hermosa, porque lo que había sido obstruido en forma brutal en el caso suyo, habría fluido con mayor libertad en el mío. Pero rara, porque suponía que la escritura es una corriente preexistente. Fue una idea que me gustó y que me transmitió, por lo demás, poco antes de morir".
Hay una fuerte contraposición en su libro entre La Maisonette, el colegio de Madame Gabriela, Gabriela Figueroa, donde hizo sus primeros estudios, y el Colegio San Ignacio.
Es que el de los jesuitas, el colegio de Alonso Ovalle, era muy sombrío, con curas muy autoritarios. Era una educación represiva en lo sexual, orientada a la formación de patotas y con mucho, mucho fútbol.
¿Cuánto, diría usted, lo marcó la experiencia de abuso infantil por parte de un cura del colegio?
No lo sé. Yo me lo pregunto en el libro. ¿Me habrá influido, me habrá marcado? Alguna huella tiene que haberme dejado; si no lo habría olvidado. Pienso, sin embargo, que superé el incidente, a pesar de no haberlo hablado con nadie. Era otra época. Pero más tarde, como a los 15 o a los 16, tuve una experiencia muy fuerte de depresión y perdí toda la concentración que tenía para leer. Quizás ambos hechos están relacionados. No lo sé, porque nunca fui a un psiquiatra. El abuso se produjo mientras yo estaba en tercera preparatoria y pasé a primer año de humanidades. La cosa tomó su tiempo. Lo suficiente para que a mi hermano Germán, siete años mayor, le pareciera raro este cura que iba tanto a la casa y algo dijo en el colegio. Debe haber visto algo raro y, bueno, el Padre Hurtado decidió trasladar al cura a una localidad del sur.
¿Cree tener cuentas pendientes con Alberto Hurtado en función de ese desenlace?
No, indudablemente fue él quien tapó el abuso, quizás sin saberlo. Pero era otra época. Estoy seguro de que actuó de buena fe. Debe haber creído que lo que procedía era trasladar al cura sospechoso de abuso a otra parte… Hoy el asunto se ve como un error monstruoso. Te diré que esta semana una chica de la UDP me dijo que estaba haciendo una investigación sobre ese cura, el cura Cádiz. Me dijo que lo había ubicado por una foto en Zig-Zag de la que yo había hablado y que le siguió la pista. Encontró rasgos suyos en un colegio del sur. No pasó mucho tiempo, me dijo, y lo volvieron a trasladar. Después lo redujeron a una suerte de diácono y al final terminó saliéndose de la vida sacerdotal. Así trataba antes la Iglesia estos casos de pedofilia y homosexualidad.
Fue importante en todo caso la alarma que hizo sonar en el colegio su hermano. ¿Había mucha complicidad entre ustedes?
No tanta. Mi hermano, aparte de mayor, era muy poco comunicativo. Sus amigos decían que era simpático, pero en la casa era demasiado introvertido. Lo único que le gustaba era la música y recuerdo que organizaba sesiones musicales a las que acudía una audiencia heterogénea en edades e intereses. Yo era el cachorro del grupo y nadie me tomaba muy en serio. Las largas audiciones que invariablemente terminaban con fisgoneos a las parejas que se besuqueaban, toqueteaban y hasta más en el cerro Santa Lucía cuando empezaba a caer la noche. Allí conocí al pintor Jorge Rengifo -Rengifonfo, le decíamos- que todos los años contribuía con tres cuadros al salón oficial de La Alhambra. Rengifo instalaba una silla frente a sus pinturas y se quedaba las dos semanas mirando sus obras. No miraba ninguna otra. Era soltero, lo habían echado del Ejército y trabajaba en la sección cerrajería de Saavedra Benard, que estaba por ahí en la Alameda. Cuando yo le preguntaba a mi mamá por qué habían dado de baja a Rengifo del Ejército me decía que había sido por preguntón. Era irónica mi madre. Ya era bien mayor Rengifo cuando se casó con una jueza, recién retirada, viuda y de buen pasar. Viajaron a Europa y ese viaje lo transfiguró. ¡Tú no sabes lo que es Velásquez, lo que es Reembrant, lo que es Goya! Lo increíble, es que no pudo seguir pintando. Esa experiencia lo bloqueó para siempre y jamás volvió a los pinceles. Bueno, de eso trata mi nueva novela, El descubrimiento de la pintura.
Habiéndolo tenido como profesor, ¿se sorprendió con lo que el Padre Hurtado llegó a ser?
Sí, claro. Pero, como dije en una conferencia que di en Salamanca, yo tuve dos escuelas. Para mí, la primera fue la de Unamuno, escuela de contradicción y de crítica. Cuando le conté al padre Hurtado que estaba leyendo La agonía del cristianismo, me dijo que Unamuno era un blasfemo, un enemigo de la Iglesia y que debía abandonar ese libro. Pero yo seguí leyéndolo. Y dije en esa conferencia que tal como Unamuno, me había formado en el arte de discrepar, de contradecir, de criticar, el padre Hurtado me había enseñado a mirar de otro modo las injusticias de la sociedad chilena. Eso también me marcó. Son marcas contradictorias a lo mejor. Cuando conté esto en Salamanca, recién había estado en la biblioteca de don Miguel y no era casualidad que a la semana estuviera prevista la canonización del padre Hurtado. Son raros los cruces del destino. A la salida de la conferencia muchas chicas y jóvenes me rodearon, me pidieron firmas y cuando el grupo se disipó, se me acercó una señora de cara muy distinguida, pelo blanco, muy sencilla. Me tomó las manos y me dijo que era la hija de don Miguel de Unamuno. Todo esto es más o menos reciente. Fue en una de las cumbres de jefes de Estado a la que acudió el Presidente Lagos.
¿Cómo recuerda al padre Hurtado en el colegio?
Ciertamente no era un intelectual. Era un hombre de acción. Tenía sus estudios y sus lecturas, pero se limitaba básicamente a autores católicos franceses: Leon Bloy, Mauriac, Bernanos, Claudel. Cuando advirtió que yo era un lector, me prestó libros de Jacques Maritain, de Raïssa Maritain, de Charles Peguy. Quizás no era una mala estrategia para reconducirme al pensamiento católico.
Usted ha vivido sucesivas rupturas con distintos grupos de pertenencia, pero nunca se ha dejado llevar por la estética del gimoteo y la victimización.
Eso no me gusta. Nunca la quise. He pagado costos ciertamente por mantener mi integridad y mis propias opciones. Cuando tuve el veto de Cuba, en la época en que ese veto cortaba el paso a muchos mundos, lo pasé mal y perdí muchos amigos que creía tener. Cuando volví a Chile y participé activamente en la actividad opositora a Pinochet, mucha gente de mi entorno no lo podía entender. Cuando dejé la embajada de la Unesco en tiempos de la Concertación, también me expuse a incomprensiones. Ahora último, qué no se dijo de mí cuando apoyé a Piñera y acepté la embajada de Francia. No tengo mucha teoría a este respecto. Mala leche en Chile ha existido siempre. Y como todos sabemos, el mundo de los escritores, de los intelectuales, de la cultura, es bravo.
A veces es más que pura mala leche. En la historia de Chile hay como ráfagas de bronca.
Sí, es cierto. Aunque en la época de mi infancia y juventud, hubo probablemente más brutalidad que bronca. Ese período correspondió más bien a un cierto adormecimiento general. Se había producido antes, cuando yo era muy chico, el shock del Frente Popular. Pero el propio radicalismo se fue acomodando en posiciones de centro y a nadie, ni siquiera a los comunistas, que tributaban a Moscú, pero estaban muy instalados en el sistema político, le importaba mucho la pobreza. Con la excepción, claro, del padre Hurtado. Vicuña Mackenna decía que Chile tiene sueños de marmota y despertares de león. Es una buena observación. Siempre se nos dijo y siempre creímos que en Chile nunca pasaba nada. Y mira tú lo que pasó. Pasó todo. Veíamos que Cuba estaba muy lejos y de pronto la tuvimos muy cerca. Vino Salvador Allende, que era yo diría un socialdemócrata, amigo de figuras como José Figueres, como Betancourt, y se transformó.
¿Lo conoció su poco?
Más que un poco, su buen poco.
¿Y tiene buena opinión de él?
No mucha. Creo que tenía muy poco rigor. Leía diarios, pero no libros. Y careció siempre de peso político e intelectual para enfrentarse a un tipo como Fidel Castro. Fidel hizo lo que quiso con él. Lo impresionó, lo utilizó y se permitía tomarle el pelo. Cuando lo puso de presidente de Olas -la Organización Latinoamericana de Solidaridad- le dijo que se fuera a Londres a hacerse un traje de guerrillero. Humor negro. Creo que Allende murió por falta de carácter. Controlar a la derecha en ese tiempo era relativamente fácil, pero le faltó aplomo para imponerse en la izquierda. Entonces el gobierno y la revolución con empanadas y vino tinto comenzó a írsele de las manos. A mediados de los años 73, siendo yo amigo de un francés que se ocupaba de Chile en el FMI, hombre escogido con buena voluntad, porque provenía de una antigua familia socialista francesa, me contó de su última conversación con el Presidente. Mi amigo le explicó el efecto que iba a tener la inflación galopante en el país. Lo previno del desplome del aparato productivo a raíz de las tomas e intervenciones. Le dijo que esa experiencia había terminado muy mal en Indonesia, con más de cinco mil comunistas muertos. Allende -me contaba él- lo escuchó con cara aterrorizaba y al final le preguntó a mi amigo por qué a él lo entendía y a sus propios economistas en cambio no. Creo que andaba perdido.
Nunca calculó que lo que estaba jugando en este momento.
Ese fue su gran error, porque después de Allende vendrían otras broncas, que fueron incluso más terribles para una sociedad que había quedado totalmente dividida. Costó mucho trabajo salir de esos abismos, pero lo logramos y al país le fue bien en los años 90. Sin embargo, el año pasado, con ocasión del movimiento estudiantil y las expresiones de malestar, la bronca volvió a reaparecer.
Pero ese proceso a usted no lo pilló aquí. Por entonces ya se estaba yendo a Francia.
Sí, pero fue un proceso que seguí muy atentamente. Recuerda que incluso los dirigentes del movimiento en algún momento fueron a París. Con ellos, desde luego, no conversé, porque me miraban como al demonio, pero fui testigo cuando varios dirigentes, encabezados por Camila Vallejo, tomaron contacto con intelectuales como Edgar Morin, con gente de la Unesco que yo conocía y con distintas figuras del arco político e intelectual francés. Nadie quedó especialmente impresionado con su discurso. Incluso a estos mismos interlocutores yo los invité después a la embajada, cuando trajimos a Harald Beyer, que todavía no era ministro, para discutir el tema de la educación. Harald conversó con estos interlocutores acerca de lo que el gobierno estaba haciendo. Fue una conversación muy buena, porque Harald sabe mucho y es muy honesto. Criticó lo que no se había hecho bien, demostró la fragilidad de las consignas del movimiento y mantuvo un muy buen nivel de discusión. Yo diría que eso cambió la atmósfera en París respecto de Chile. En la embajada ya nos estaban tirando tomatazos. Algunos de los comités de chilenos llegaron a declararme persona non grata, lo cual para mí no es tan novedoso. Pero yo no soy hombre de exclusiones. Para la celebración del 18 invité a todos a la embajada. Y fueron. Al final -después del vino, abundante, y las empanadas, sabrosas- todos quedaron felices y me abrazaban. Quizás no era para tanto, pero así es Chile. Pasamos rápido del rencor a la emoción.