Imagine que se encuentra en alguna de las siguientes situaciones. Usted debe rendir una importante prueba y está estudiando. De pronto y por accidente, se entera que podrá tener acceso a todas las respuestas sin que nadie lo sepa. ¿Haría trampa? ¿Y qué pasaría si le ofrecen ser parte de un experimento donde, para obtener una importante suma de dinero, usted debe aplicar un golpe eléctrico a otra persona? En el primer caso, la mayoría afirma que haría trampa, mientras que en el segundo, una abrumadora mayoría rechaza tajantemente la opción. Esto en el plano hipotético, pero, ¿qué pasaría si usted se viera enfrentado a estas situaciones en la vida real?

Durante décadas, la sicología ha buscado entender qué ocurre cuando el ser humano se ve enfrentado a dilemas morales como estos, encontrándose, una y otra vez, con la misma encrucijada: en la mayor parte de los experimentos, las personas fallan en predecir "la moralidad" de su comportamiento. Ya en la década de los 50, especialistas como Leon Festinger y Lawrence Kolhberg propusieron, respectivamente, sus teorías de la "desvinculación moral" y las "etapas del desarrollo de la moralidad" en el ser humano. Esfuerzos que apuntaban a explicar fenómenos como los de la Segunda Guerra Mundial, cuando contra toda moral y razonamiento ético, miles de personas se vieron involucradas en atrocidades y abusos.

¿Es posible que ante las órdenes seamos capaces de suprimir toda moralidad?, se preguntaban los especialistas. Fue así que durante las décadas de los 60 y 70, famosos experimentos como "Milgram" y "la cárcel de Stanford" probaron que, ante ciertos contextos, todos podemos convertirnos en sádicos verdugos o perversos carceleros. Pero no sería hasta la irrupción de las técnicas para obtener imágenes del cerebro en funcionamiento que los científicos han comenzado a entender el fenómeno: la moral sí tiene una base biológica. Aún más, enfrentados a un dilema de estas características, en el cerebro se libra una verdadera competencia entre las áreas que controlan emociones y las que manejan los procesos cognitivos.

¿Me darías un golpe eléctrico?

Un estudio, dado a conocer esta semana, por ejemplo, consultó a un grupo de voluntarios si estarían dispuestos a aplicar un golpe de corriente a una persona a cambio de dinero, replicando el experimento que en los años 60 realizó el sicólogo Stanley Milgram. En esa ocasión, un grupo de participantes hacía las veces de profesor, realizando preguntas a los alumnos. Por cada respuesta incorrecta, los profesores tenían la orden de aplicar corriente, suave al principio, pero incrementando la intensidad a medida que se acumulaban respuestas erradas. El 65% terminó asestando el máximo de corriente permitido a sus alumnos.

En el nuevo estudio, llevado a cabo por especialistas de la Universidad de Cambridge, EE.UU., los participantes fueron sometidos a escáneres cerebrales de resonancia magnética. Tenían la opción de aplicar el golpe de corriente a una persona y llevarse la suma de dinero, o bien, no hacerlo y quedarse sin nada. Pese a que en la situación hipotética el 64% rechazó la opción, en la práctica el 96% no tuvo reparo en aplicar el shock eléctrico. Al observar la actividad del cerebro frente a ambas situaciones, la real y la hipotética, se descubrió que los que se habían enfrentado a la opción real tenían mayor actividad en la ínsula, el área del cerebro ligada a las emociones.

El estudio constató que se desató una suerte de "tensión visceral" en el cerebro, entre el deseo consciente de no dañar al otro y el afán por ganar dinero. Este conflicto no se presentó en aquellos que solamente se enfrentaron a la situación hipotética. La conclusión indica que al vernos enfrentados a un dilema ético, la ínsula entra en acción, siendo el cerebro el que regula el comportamiento moral: "Se registra una suerte de bloqueo de las emociones o suspensión del dilema ético", señala la investigación.

El dilema del tranvía

Similares conclusiones alcanzó un experimento de la Universidad de Harvard. Mientras eran sometidos a escáneres del cerebro, un grupo de participantes debía responder al llamado "dilema del tranvía", muy utilizado en sicología para probar la moral. Trata de un tranvía que corre descontrolado a toda velocidad, amenazando la vida de cinco personas, que no tienen opción para escapar. Había dos variantes: en una, la persona activa una palanca y desvía la trayectoria del tranvía hacia una pista en la cual hay solo una persona, la que inevitablemente morirá. En la otra, la única opción es arrojar un objeto pesado sobre la trayectoria y, para ello, debe lanzar a una persona obesa que está a su lado. En el primer caso, la mayoría presiona la palanca, pero en el segundo, las personas dudan.

Este estudio comprobó que los procesos emocionales y cognitivos entraban en conflicto, asumiendo un rol competitivo al verse enfrentados al dilema moral. Todos mostraban actividad en las áreas que involucraban racionamiento abstracto y control cognitivo. Pero cuando debían enfrentar la posibilidad de matar a una persona cercana, el dilema aumenta y, por ende, las emociones entran a competir con más intensidad.

Cuando prima la honestidad

Otros trabajos han comprobado que las emociones también contradicen nuestras intenciones cuando nos enfrentamos a dilemas menos serios. Un estudio de la U. de Toronto, Canadá, comprobó que cuando se percibe un mayor control de la situación, las personas actúan de forma más honesta de lo que piensan. La investigación enfrentó a los participantes a un test de matemática. Un grupo tomaría el test sabiendo que tendría opción de conocer las respuestas con antelación, mientras un segundo grupo sólo tomaría el test, en tanto que un tercero sólo era consultado si estaría dispuesto a hacer trampa. A diferencia de estudios previos, acá se midió la respuesta emocional con electrodos que medían la respiración, latidos cardíacos y sudoración en las manos.

Quienes se mostraban más dispuestos a mentir eran quienes no tenían opción de conocer las respuestas, pero aquellos enfrentados al dilema real mintieron menos. Los análisis mostraron que los grupos que no pasaron por la situación real estaban calmados, en tanto que los que podían conocer las respuestas mostraban todos los signos de nerviosismo. Sin embargo, al no existir un incentivo real para engañar, como un pago significativo, la emocionalidad no suprimió la intención racional de estas personas de obrar bien.

Pese a todos estos avances, la ciencia todavía no consigue explicar por qué este bloqueo de emociones que nos lleva a actuar de manera opuesta a lo que habíamos considerado no funciona en todas las personas, ya que siempre en los estudios hay sujetos que mantienen su voluntad inquebrantable.

Los especialistas en neurociencia afirman que la mayor actividad en un área del cerebro no implica necesariamente que ese sector se encuentre trabajando solo, sino que interactúa con muchas otras áreas. Por ello, la meta ahora será explorar todas estas otras interacciones, para así poder entender por qué la mayoría de las personas falla en actuar de acuerdo con los dictámenes de su propia ética, mientras que una fracción no presenta esta disyuntiva.

En el estudio del test matemático, por ejemplo, los autores planean realizar una nueva investigación con fuertes incentivos de dinero, para ver si las personas que saben que pueden hacer trampa mentirán o no. Si efectivamente mienten, los resultados se sumarían a los hallazgos del experimento del shock eléctrico. Los especialistas de la Universidad de Cambridge, por su parte, tendrán que abocarse al análisis de ese 4% de participantes en el estudio que, sin importar el dinero involucrado, rechazó de plano aplicar un castigo a otra persona.