Michael Jackson no se atrevía a cantar. Esperando tras las cortinas, con los que por 1968 se llamaban los "Jackson Five", veía cómo el grupo de baile que se presentaba en el escenario era hecho añicos por el público. Los hermanos llegaron temblorosos, vestidos de guayabera y pantalón celeste. Michael, con menos de 10 años y pelo afro, cantó "Twist and ahout" e improvisó un baile. La audiencia del Teatro Apollo, en Harlem, los ovacionó. Poco después, una cantante que ya había pasado por ese mismo escenario, Diana Ross, dio con el hermano menor del grupo. El resto ya es historia.
Este miércoles de octubre, más de cuatro décadas después, el lugar de Jackson lo ocupa Danielle Page, una afroamericana de 30 años que ensaya "If I were a boy" en una versión infinitamente superior que cualquiera que haya interpretado Beyonce. Tiene el cuerpo grande, el pelo corto y una voz que para los pelos. Desde 1999 viene tratando de grabar su primer disco, pero la vida no la ha dejado. A los 18 años sus padres y abuela murieron tras un choque en auto. Tuvo que archivar sus canciones, dejar la música y salir a trabajar para mantener a sus hermanos.
Hoy viste un polerón azul con la bandera de su Michigan natal. Hace dos años se vino a Brooklyn para estar cerca del Teatro Apollo. Después de varias audiciones y miércoles de competencia, llegó a la semifinal del Amateur Night. Un concurso de talentos que se realiza en Harlem desde 1933, por el cual han pasado todas las leyendas afroamericanas de la música en EE.UU. Todos se atrevieron y se sometieron al mandato del "Be good or be gone" (Eres bueno o eres expulsado) que está en manos del público, que aquí es el único jurado.
Esta noche, Danielle se para en el escenario vestida con sombrero y camisa fucsia, y calzas negras que acentúan sus muslos gruesos. Tiene un desplante que apabulla. Sabe lo que podría venir después de los aplausos: un premio de 10 mil dólares, un disco por grabar, un productor que la escuche y un sueño cumplido.
Eso es lo que aquí se vive cada miércoles, cuando personas de todo el mundo llegan a probar suerte a este edificio blanco y rojo, que hace 78 años es experto en producir estrellas. En cada sesión, en una pantalla de neón se rinde tributo a un artista que nació en este escenario. La lista es infinita: James Brown, Ella Fitzgerald, Aretha Franklin, Ray Charles, Bill Cosby, Quincy Jones, Stevie Wonder, Louis Amstrong, Little Richard y, claro, el chico Jackson. Que todo ese talento negro se haya concentrado en un solo lugar no es azar.
En la década del 30, los negros americanos no tenían derecho a compartir con los blancos colegio, escuela de canto, o a sentarse en un cine o ir a escuchar música en lugar que no fuese segregado. Ni siquiera podían entrar como clientes al Cotton Club, que queda en el mismo barrio de Harlem. Los afroamericanos debían cantar y oír música sólo en el coro de la iglesia. "Este fue el primer teatro donde negros y blancos pudieron sentarse juntos. Los negros no tenían otra posibilidad de hacer y escuchar música en todo Estados Unidos", explica el productor del Amateur Night, Marione J. Coffey. Y agrega: "Es el lugar que ha cambiado más vidas de negros en todo el mundo. Personas pobres con realidades terribles que pudieron transformar su vida y las de sus familias con música, baile o humor".
Aunque el talento es predominantemente negro, no se trata de un gueto musical. Aquí se pifia, se grita y se discrimina por aptitudes, no por color de piel. En la sala principal de butacas de terciopelo rojo, el público -que paga 40 dólares por uno de los 700 asientos- aplaude este miércoles a un japonés que baila como personaje de videojuego. Pocos como él se han salvado de las pifias. Hace años un adolescente James Brown le apuntó con el funky, pero al público de Harlem no le gustó su ropa gastada. Le gritaron hasta que del techo apareció una suerte de juglar que simulaba dispararle a los pies y que en un segundo lo sacó de escena. Brown, un joven humilde, no tenía otro pantalón. Por eso, en su audición siguiente, el mismo productor del show le prestó uno.
Como sea, el lazo ya estaba creado. Tras su muerte en 2006, el funeral de James Brown se hizo en este mismo escenario. El homenaje duró tres días. Y todas sus actuaciones en el Teatro Apollo se transmitieron en pantallas gigantes que dieron a la calle.
El teatro Apollo se levanta en la avenida 125, a pocos metros de la esquina con Africa Street. La ubicación no es casual. Afuera, la gente habla de esa Africa que no conocen, venden velas de santería pagana y collares religiosos, se visten con túnicas de la calurosa Kenia en pleno día de lluvia, y para perfumarse usan esencias que se traen del continente negro en botellones y venden por mililitro. Las mujeres usan el pelo trenzado, peinado que se hacen en una de las cientos de peluquerías especializadas en pelo afro. Y todo esto, que podría ser la postal africana perfecta, ocurre apenas a cuatro estaciones de Manhattan.
Por eso el Apollo se construyó en el olimpo de la Africa neoyorkina. Para darles trabajo a los que viven en Harlem, para concentrar el talento y armar un lugar para todos los afroamericanos que llegan a Nueva York sin saber dónde quedarse. Una tarde de lluvia y viento que rompe paraguas, una mujer negra de unos 60 años se sienta en el teatro a esperar que la tormenta pase, mientras escucha el ensayo de los amateurs. Pide un cigarro y se levanta a fumar a la calle. Las estrictas leyes de la ciudad poco se sienten en este barrio: se vende música pirata (sólo de artistas negros), se fuma en la calle y se puede comprar desde auténtica ropa africana hasta carteras de un supuesto Louis Vuitton, que hay que buscar entre la mercancía desparramada en el asfalto. Al cabo de unas horas la lluvia termina, los artistas terminan el ensayo y la mujer se retira. Mira el neón del Apollo y dice en un inglés con acento duro: "Larga vida a James Brown".
James Brown le dejó al Apollo parte de su herencia. Han sido él y las leyendas afroamericanas las que han permitido que el teatro siga funcionando. A través de donaciones y auspicios financian escuelas de música, teatro, danza y canto para niños de bajos recursos y de todos los colores. En la época en que se puede grabar un disco en casa y programas como American Idol colman las parrillas programáticas de la televisión, la competencia por captar talentos en el concurso de Harlem se ha hecho cada vez más difícil. Por eso los productores están empeñados en volver a empoderar la noche del talento negro en el Apollo, buscando estrellas no sólo en Estados Unidos sino en todo el mundo. Europeos, japoneses y centroamericanos están audicionando todo el año.
El público del Apollo casi no se equivoca a la hora de elegir al ganador del año. Si no, es cosa de revisar nuevamente la lista de las figuras que pasaron por aquí. Nombres entre los que está Mariah Carey y la tormentosa Jenniffer Hudson, quien luego sería ganadora de Grammys y del premio Oscar.
La fórmula para crear una leyenda parece resultarles simple en el Apollo: descubrir a un personaje cuando niño, identificar qué lo diferencia al resto y hacerlo trabajar todos los días, para que el don le dure toda la vida. Así pasó con Aretha Franklin, quien a los 15 años, con su cuerpo grande, quería bailar. Iba a ser la tercera niña bailarina que se presentaría esa tarde. Poco antes que subiera al escenario, el productor le dijo que mejor cantara. Ella nunca había cantado, se sabía una única canción y a medias. Cuando se le olvidó la letra, se puso a hacer "scat" y su "dubidubá", que con el tiempo se transformarían en su sello. Aunque esa vez sufrió una pifiadera, volvió a cantar al año siguiente. Ganó. Y siguió ensayando todos los días.
Hoy, en el Apollo, a Tiffany Oby la llaman la "pequeña Aretha". Tiene la misma edad que cuando Franklin empezó a cantar, no ha vocalizado nunca en su vida y cuando lo hace el público del teatro se queda en silencio. Al final, se levantan para aplaudir de pie.
Hanah tiene 11 años, es pelirroja, viene de Pensylvania y le gusta la música country. En marzo, viendo tele con su mamá, se enteró que Michael Jackson partió en la Amateur Night. Insistió hasta que la llevaron al Apollo. Ganó cuatro miércoles seguidos. "Un público de Harlem aplaudiendo a gritos a una niña muy blanca, es maravilloso", dice Marione J. Coffey. Es que para él, el mayor acierto del concurso es que ha logrado que la música afroamericana impacte en lo que se define hoy como música americana. "El sonido de Estados Unidos no es ni blanco ni negro, es café", dice. De hecho, el teatro Apollo es tan americano que es auspiciado por la Coca Cola.
Aunque los participantes vienen de todo el mundo y durante el año hay tantos blancos como negros en el escenario, con los ganadores no pasa lo mismo. El talento negro se toma las últimas fases del concurso y en la final de diciembre son ellos los que se llevan los premios, los discos, los aplausos, la oportunidad de ser leyenda.
Y a propósito de historias para la posteridad, un vendedor de perfume del barrio recuerda una que ocurrió hace seis años, cuando un poco conocido senador Barack Obama fue presentado en este mismo escenario. Habló de política, de justicia, de ser Presidente de Estados Unidos. Les dijo esa frase que luego se convertiría en su eslogan político: "Tengo un sueño". A Obama lo quieren en Harlem: no importan crisis económicas ni indignados en Wall Street, aquí el presidente es calendario, polera, prendedor, disfraz de Halloween, pastillas de menta y hasta el perfume más vendido por centímetro cúbico lleva su nombre. "Es un líquido aceitoso azul con aroma musk -dice el vendedor-. Así huele una leyenda".