Noche en Villa Baviera. En una antigua bodega del fundo de 14 mil hectáreas -que antiguamente dirigía el ex jerarca Paul Schaefer-, Martin Matthusen, de 43 años, acuesta a su hija de tres años. Evelyn deja caer su largo pelo rubio sobre la almohada. Acurrucada en los brazos del padre, escucha su cuento favorito: la historia de un ladrón con sombrero torcido, apodado Hotzenplotz, con diálogos que la niña conoce de memoria y murmura en alemán. De fondo se escucha música ambiental. Afuera, la lluvia limpia los predios que todavía guardan túneles subterráneos.
De estos ritos familiares se nutre Martin y toda una generación en la ex Colonia Dignidad. Constituida por chileno-alemanes, que oscilan entre 35 a 47 años, es la que quiere darle una cara más amable a la villa que hoy habitan 150 residentes. Para eso, dieron su primer paso: acaban de inaugurar un hotel de 22 habitaciones en las mismas instalaciones donde en 1961 se asentó la colonia germana.
Su idea es que el Hotel Baviera, como fue llamado, consolide a la villa como un gran complejo turístico que, además de tener las puertas abiertas todo el año, pueda sumarse a otras áreas de negocios, como son la actividad agrícola, forestal y gastronómica. Con ellos esperan el definitivo despegue económico del fundo, cuyos bienes estuvieron embargados por el Estado hasta 2009, tras develarse los abusos sexuales de Schaefer.
"Poder casarme, tener a mis tres hijos y darle un giro a la villa ha sido un gran apoyo para superar los problemas del pasado. Con tantas responsabilidades ya casi no tienes tiempo de pensar en los malos recuerdos", dice Martin, sentado en el restaurante Zippelhaus, donde los primeros huéspedes del hotel disfrutan de las delicias bávaras, con vista a los vergeles del fundo.
El lugar, temperado por una estufa a leña, ha dejado atrás sus antiguas funciones: ser una sala multiuso donde el ex jerarca dictaba a la comunidad sus sermones y las medidas correctivas, que iban desde golpes con palos o mangueras de goma, hasta la aplicación de sedantes y electroshock. Hoy es un punto de encuentro, ambientado con antigüedades, donde los visitantes pueden degustar una fresca cerveza alemana o bien un pernil preparado por un chef chileno. El restaurante, a la vez, conecta con un almacén donde los colonos venden sus hierbas y también con un rincón fotográfico. Allí, uno se puede vestir a la usanza germana y posar frente a la cámara. "Queremos demostrarle al mundo exterior que nosotros no somos Paul Schaefer. Ya no somos un Estado dentro del Estado", explica Martin.
Desde su rol de gerente del área de negocios alimenticios de Villa Baviera, Martin abastece al Hotel Baviera. Quiere que le vaya bien. Sobre todo, para que sus hijos tengan la posibilidad de vivir la vida que a su generación -por haber crecido en un régimen que los separó de sus padres y prohibió los matrimonios y los nacimientos entre 1984 y 1996- le fue arrebatada. "Yo pasé muchísima rabia cuando me di cuenta, recién a los 29 años, de lo que había perdido. Mi niñez y mi adolescencia completamente entregadas a una rutina de trabajo, castigo y miedo. Uno siente vergüenza ahora. Yo ni siquiera sabía que existían los billetes", afirma, sorteando con algo de incomodidad las miradas curiosas de las mesas aledañas. Mirando a los colonos de arriba abajo, los clientes a veces los hacen sentir como piezas de museo.
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A Jurgen, de 47 años, la curiosidad que él y sus compañeros colonos despiertan en los visitantes le dejó de importar hace rato. Desde hace un par de semanas, ayuda en el Hotel Baviera como guía turístico.
Como si fuera un entusiasta adolescente, invita a los afuerinos a recorrer las dependencias de la Villa Baviera, como el Pasillo Histórico: un pequeño museo que la comunidad levantó en el subterráneo del hotel, donde se pueden encontrar desde antiguas fotos, que muestran cómo los viejos alemanes construyeron las primeras vías y puentes que unen los predios de la ex Colonia Dignidad, hasta la cuna de madera que recibió a los 2.400 recién nacidos que trajo al mundo el hospital de la villa en la década del 60. "Atendía de forma gratuita. Y además de la salud nos daban sin costo comida y vivienda. Vivíamos en una jaula de oro", cuenta Jurgen.
El paseo continúa en el Dackfelsen: un mirador desde donde se divisa el río Perquilauquén. Por este torrente, cuenta Jurgen, trató de arrancar cinco veces en la era Schaefer. Tenía 15 años. "Siempre alguien dio la orden para que me arrestaran. Me ponían corriente. Pero ahora soy feliz y me quiero morir aquí", cuenta este hombre que desde que se casó, en 2005, con una alemana que hoy tiene 62 años, siente que ha vuelto a nacer.
La otra parte del tour Jurgen la realiza arriba de un automóvil. Atravesando infinitos senderos de ripio plagados por pinos y viveros de manzanas, el hombre-niño conduce a los huéspedes hasta el cementerio donde todos los colonos, salvo Schaefer, están enterrados. En una de las tumbas descansa la hermana de Jurgen. "Parece que el abuelito usó muchos químicos porque está toda la villa con la salud deteriorada. Algunos sufren de cáncer, como mi hermana, estrés o hernias en la columna", afirma. Jurgen baja la mirada un momento y vuelve a levantarla. Su sonrisa es la de un niño al que han pillado en alguna maldad.
El envejecimiento y la precaria salud que padece gran parte de los colonos fueron otras de las razones que llevaron a la generación joven a abrirse al mundo exterior.
Thomas Schnellenkamp, de 35 años, y su hermana Anna, gerente del Hotel Baviera, se dieron cuenta, ya en 1997, que el 90% de la comunidad estaba compuesta por adultos mayores, y que si no transmitían a otros el manejo de la villa, no habría quién asegurara la continuidad de este verdadero holding comunitario. A través de la creación de un directorio de seis miembros, entre los que está Martin y Falk Spahn, un asesor externo enviado por la embajada alemana, han podido ordenar el organigrama del que se desprenden otras 23 empresas autónomas, cada una con su respectivo gerente, y entre las que está el Hotel Baviera.
"La generación antigua cree que estamos prostituyendo su tierra. Y como todavía tiene acciones en este lugar, hemos tenido que convencerlos de a poco de que convertirlo en complejo turístico es el camino correcto. La transición ha estado llena de discusiones, porque algunos siguen viendo la integración como un pecado", explica Thomas.
Es 2010. En una de las reuniones que sostienen una vez al mes los colonos en la Frei-haus, la antigua morada de Schaefer que hoy ha sido habilitada como centro de eventos, los jóvenes transmiten a los ancianos que quieren convertir las viejas oficinas de la Villa Baviera en un hotel. "¡Qué locura pensar lanzar nuestro corazón al infierno!", dice uno de los ancianos. Y tras infinitas diatribas morales y religiosas que sobrevuelan la sala, se instala el silencio.
"Vamos a poner una urna afuera de la cocina. Pueden votar en secreto", resuelve Thomas; tres días después, el resultado le da la razón: el 85% se muestra a favor del Hotel Baviera, que se estrenaría el 12 de mayo recién pasado, gracias a una inversión de $ 150 millones, de los cuales el 50% lo aporta Corfo, a través de sus concursos públicos.
"No se atrevían a decirlo públicamente, porque temían que si votaban a favor otros los mirarían feo o que los iban a dejar de saludar. Esos fantasmas de un régimen totalitario son los que todavía nos tienen en construcción", cuenta Thomas sobre el remodelado edificio, donde los huéspedes pueden tocar un piano de cola o tomar clases de alemán en la antigua central de comunicaciones de Schaefer. Ubicada en el tercer piso del hotel, en ese lugar hay ahora pupitres y un pizarrón de los años 60, donde Erich Schreiber, de 37 años, les enseña a los funcionarios chilenos cómo atender a los huéspedes en alemán.
"Los turistas llegan con susto primero, pero después de los días se despiden de todos nosotros con un abrazo. Nosotros también somos víctimas. En la época de las torturas a lo más teníamos 14 años", dice Erich, quien además está a cargo de la producción de cecinas. Estas llegan al restaurante Zippelhaus y abastecen a varios almacenes de Parral. Erich, así como el resto de los colonos, recibe desde 2005 un sueldo por sus labores dentro de la villa.
"Uno antes no miraba el futuro. Estaba acostumbrado a vivir la vida que te mandaban y trabajar desde niño, sin remuneración, era parte de nuestra rutina. Ahora, con el sueldo, siento que tengo autonomía. Hasta podemos celebrar los cumpleaños de nuestros hijos o abrir una cuenta corriente. Yo la tengo desde el 2009 y todos los días me llaman para ofrecerme un crédito", explica. Erich se casó en 2004 con otra chileno-alemana nacida en la villa, Ericha Gerlach, de 34 años.
"Yo la ubicaba de lejos porque antes los hombres y las mujeres no se podían juntar. Pero terminé formando la familia más numerosa de la generación. Tengo cuatro hijos y si viene otro ya no hay que esconderse", dice con una risa nerviosa.
Pese a todo, Erich no fue capaz de irse de Villa Baviera.
"Después pensé ¿adónde? Aquí, a pesar de todo, seguimos teniendo beneficios. Y mis abuelos y mis papás vendieron casa, auto, terreno, todo en Alemania para venirse a trabajar esta tierra. Esto también es mío", concluye Erich.
El emprendimiento4>
Darle un giro empresarial a la Villa Baviera también implicó enfrentamientos entre los jóvenes y sus propios padres. Muchos no habían tenido relación entre sí durante 30 años. Y ahora, que comenzaban a casarse y tener hijos, necesitaban explicaciones.
"Tú tenías un referente familiar en Alemania, ¿por qué fuiste tan pasivo y permitiste que creciera lejos tuyo?", preguntó, en 2000, Thomas a su progenitor.
Moviendo la cabeza de un lado a otro, su padre -quien fue uno de los brazos derechos de Schaefer- sólo atinó a decir que había sido "traicionado".
Entonces fue que Thomas le dijo a su padre algo que le cambió la vida: que lo perdonaba con la condición de que pelease por su futuro y que buscara la forma de que él pudiera estudiar. "Cuando me di cuenta del gran engaño con el cual nos criamos, supe que había tres grandes decisiones que había que tomar para enfrentar el futuro: lo primero es que no me va a importar más el pasado, salvo para tomar lecciones. Lo segundo, es que debía formarme universitariamente, para ser competitivo y no dejarme engañar por nadie, y lo tercero, armar mi propia familia", cuenta. Hoy, Thomas es ingeniero comercial y visualiza el complejo turístico como una revancha. "Me gustaría que en cinco años exista un villorrio aquí, no sólo compuesto por colonos o hijos de alemanes, sino por asesores y profesionales externos, una nueva red de amigos que hagan más dinámica la vida de la villa y permitan nuestra integración en la sociedad ", afirma.
Los estudios también despertaron a Markus Blanck, de 37 años, hoy convertido en ingeniero agrónomo y administrador de mil hectáreas de Villa Baviera. "Cuando Schaefer se fue, la generación joven empezó a invitar profesionales de afuera, del Colegio Alemán de Chillán, para que a través de cursos nocturnos nos ayudaran a terminar la básica y la media", revela. "Fue ahí que empezamos a escuchar cosas que nunca nos habríamos imaginado, como por ejemplo, qué significaba casarse o cómo se hacían los hijos. Hasta los 20 años, yo pensé que simplemente aparecían de la tierra".
Markus quiso estudiar Agronomía porque estaba familiarizado con la chacra desde pequeño. Pero la primera vez que salió de la villa se sintió shockeado.
"Al principio, me sentía muy solo y tenía vergüenza frente a los demás, pero en tercer año de la carrera me adapté y conocí los carretes. Fue impresionante entrar a una casa comercial y conocer las escaleras mecánicas", recuerda.
Markus se casó con la primera mujer que besó en su vida: Rita Collen, una alemana que, como él, creció en Villa Baviera y hoy trabaja en la panadería del fundo. "Alguien de afuera no habría entendido mi forma de ser. Mi mentalidad. Por eso y porque era linda, opté por casarme con ella", reconoce sonrojado, como un quinceañero. Con Rita, Markus tiene tres hijos y han formado un hogar en la que antes fue la sala de espera del hospital de la ex Colonia Dignidad. "Es un gran logro porque nosotros dormimos toda la vida como en un internado, en viviendas colectivas. Tener una vida aparte nos permite salir donde queramos. Soy muy afortunado".
Son las 10 de la noche en la casa de Martin, y mientras los huéspedes del Hotel Baviera se dirigen a sus cómodas habitaciones, su hija Evelyn lo espera acurrucada entre las sábanas. Los ojos azules de la niña se cierran lentamente, mientras el padre le acaricia el cabello.
"Cada vez que veo a mis hijos me cuesta entender más cómo nuestros padres pudieron renunciar a su propia familia. Si algo pasa en la mía, yo me pongo como un toro en la arena. Pensaron que estaban entregándonos a un santo. Y cómo se equivocaron…", dice Martin.
Afuera llueve y se ha caído un par de árboles dentro de la villa.
La ventana se ha empañado con la lluvia, mientras Evelyn dormita. El cuento del ladrón se queda abierto entre sus manos, a la altura del pecho.
Markus apaga la luz.S