Desde que la cumbre del clima fracasó en Copenhague, muchos han señalado con el dedo a China por bloquear un tratado mundial vinculante sobre la mitigación del carbono. Pero la resistencia del gobierno chino era comprensible e inevitable. En lugar de dar muestras de indignación, los encargados de adoptar decisiones harían bien en verlo como una advertencia: ha llegado el momento de pensar en una política climática más inteligente.

China no está dispuesta a hacer nada que pueda detener el crecimiento económico que ha permitido a millones de sus habitantes salir de la pobreza. Para ellos, el costo de reducciones drásticas de carbono a corto plazo es demasiado elevado. Los resultados de todos los modelos económicos revelan que la meta de mantener el aumento de la temperatura por debajo de 2 °C requeriría un impuesto mundial de 71 euros por tonelada para empezar (o unos 0,12 euros por litro de gasolina), que aumentaría a 2.800 euros por tonelada (6,62 euros por litro de gasolina) al final del siglo. En total, el costo para la economía ascendería a 28 billones de euros al año. Así, resultaría 50 veces más caro que el daño climático que habría de prevenir.

Tengamos en cuenta que el 97% de la energía de China procede de los combustibles fósiles y de quemar desechos y biomasa. Las fuentes renovables, como la eólica y la solar, satisfacen sólo el 0,2 % de sus necesidades, según la Asociación Internacional de la Energía. A su ritmo actual, la nación asiática obtendrá sólo el 1,2 % de su energía de fuentes renovables hacia 2030.

Por si esas razones no fueran suficientes para explicar la oposición China a un oneroso acuerdo mundial, los modelos de repercusiones económicas muestran que, durante el resto del siglo, China se beneficiará del calentamiento global: temperaturas más altas aumentarán la producción agrícola y mejorarán la salud. Si bien en verano aumentarán las muertes relacionadas con el calor, quedarán más que compensadas por una importante reducción de las muertes con el frío en invierno.

Intentar hacer entrar en cintura al gigante de Asia sería impráctico y temerario. La verdad ineludible, pero inconveniente, es que la reacción frente al calentamiento planetario que hemos propugnado durante casi 20 años no va a funcionar.

Ya es hora de reconocer que no resulta práctico intentar obligar a los países en desarrollo a que conviertan los combustibles fósiles en algo oneroso. En lugar de eso, debemos hacer un esfuerzo mayor para producir energía verde más barata y de uso más generalizado. Para ello debemos aumentar la cantidad de dinero que gastamos en investigación e innovación.

Un acuerdo mundial donde los países se comprometieran a gastar el 0,2 % del PIB para desarrollar las tecnologías energéticas que no emiten carbono multiplicaría por 50 el gasto actual. Pero aun así, sería mucho más barato que un acuerdo sobre el carbono. Además, lograría que las naciones más ricas pagaran más, con lo que se reduciría en gran medida el calor político del debate.

Lo más importante es que este planteamiento brindaría los adelantos tecnológicos que se necesitan para que las fuentes verdes de energía resulten lo bastante baratas y eficaces para impulsar un futuro libre de carbono.

No podemos obligar a China y a otras naciones en desarrollo a aceptar reducciones mundiales de carbono enormemente caras e ineficaces. En lugar de abrigar la esperanza de poder superar su "resistencia" con maniobras políticas, los dirigentes de los países desarrollados deben centrar la atención en una estrategia que sea viable y eficaz.