En el centro del gimnasio se levanta una colorida estructura. Una carpa en rojo, azul y amarillo. Sobre ella, la batería y los instrumentos de una banda de rock. Son las ocho de la noche en una escuela del barrio Mapocho. Las puertas están cerradas y el panorama es el de un edificio vacío: los patios en sombra y los pasillos en silencio, iluminados por la pálida luz de los tubos fluorescentes. Pero en el gimnasio hay música y gente trabajando: los integrantes de La Patogallina montan la escenografía para una nueva función.

"Ahí vienen los músicos", dice

Rodrigo Rojas, el Rana, uno de los fundadores del grupo. En la cancha del gimnasio, músicos y teatristas se reparten las labores. Unos se preocupan del vestuario; otros, de la iluminación o el sonido. Alguno reparte té caliente. "Aquí somos todos obreros del teatro", dice Rodrigo. Esa es la lógica del colectivo que nació en la calle, pasó la gorra en plazas y parques, y hoy es una de las compañías con más identidad de la escena teatral.

Autodidacta y con vocación popular, el colectivo se formó al margen del circuito tradicional del teatro. Y a punta de trabajo, se abrió un espacio. El Fondart acaba de reconocer su trayectoria en el fondo bicentenario: le asignó $ 143 millones como cuerpo estable. Fue el monto más alto entregado a una banda teatral y está destinado a equipamiento, creación de un nuevo montaje e itinerancia por Chile.

"Con esto nos hacemos más independientes. Esa es la ventaja. La independencia que siempre hemos soñado", dice el Rana. "Es un impulso sin precedente para nuestro grupo", agrega desde México Martín Erazo, otro de los fundadores.

Teatro punk

Por años, La Patogallina funcionó como circo pobre. Y en su historia, el mundo del circo tiene mucho que ver. Todo partió en 1996, en el Parque Forestal, donde los primeros integrantes solían reunirse a practicar malabarismo. "Veníamos del circuito callejero, pintábamos grafitis y murales políticos. De ahí pasamos al Forestal y fuimos a una convención de circo en Buenos Aires. Ese viaje fue decisivo", cuenta el Rana.

Montaron una especie de teatro punk que titularon Sangre' e Pato. El viaje los cargó de energía y volvieron con ganas de seguir trabajando. Comenzaron a ensayar en La Perrera. Era el verano del 97. De día ensayaban y por la noche mostraban la obra en la calle. Ya tenían un nombre: La Patogallina.

En esa época vivían en el Cerro San Cristóbal. No eran comunidad, pero vivían pegados uno al lado del otro. "Hacíamos de todo para juntar plata. Fiestas, pitutos. No teníamos ni idea del Fondart", dice el Rana.

Las cosas empezaron a cambiar el 2000. Ese año, después de ocho meses de ensayo, estrenaron El húsar de la muerte, una adaptación de la película de Pedro Sienna. Hicieron la obra "sin ni uno", pero con entusiasmo. Ya habían armado su propia banda musical, La Patogallina Saun Machin, y fueron un éxito. "No éramos del circuito teatral, nadie nos conocía, pero todos comenzaron a hablar de nosotros. El húsar nos abrió las puertas", recuerda el Rana.

En 2001, El húsar fue la obra elegida para abrir el Festival Teatro a Mil en la Plaza de la Constitución. Al año siguiente se embarcaban en su primera gira europea. Ya con financiamiento Fondart, armaron su nuevo montaje: 1907, el año de la flor negra, sobre la matanza en la Escuela Santa María de Iquique. Instalaron su centro de operaciones en el Centro Cultural San José y en 2004 estrenaron en el Festival de Bayona, donde compartieron con La Troppa y Royal de Luxe, grupos con los que suelen compararlos. Recorrieron Chile. Estrenaron Frickshow y Los caminos de Don Floridor, donde hacen homenaje al mundo del circo. En 2008 inauguraron el Mundial Femenino de Fútbol.

Ahora vuelven a la historia: con el dramaturgo Luis Barrales montarán una obra sobre los indígenas que fueron exhibidos en los zoológicos humanos de París. Por primera vez, no tienen que preocuparse del dinero. "Eso nos da tranquilidad, pero también es un desafío", dice el Rana. No quieren dormirse en los laureles: "Hay que seguir dándole vuelta a la manivela".