José Luis Neira no podrá leer este artículo. Es analfabeto. No fue al colegio y su niñez se desperdigó en diferentes oficios ocasionales. En su huesudo y moreno rostro hoy se dibuja una sonrisa al comenzar cada jornada, pero en su primer día laboral se lo veía muy distinto, serio, nervioso. Jamás pensó en trabajar a 195 metros de altura. Ese 29 de abril de 2010 se preparaba para emprender la aventura más arriesgada de sus 33 años de vida: limpiar los 36 mil metros cuadrados de vidrio de la Torre Titanium.

Su vida es humilde en comparación con la sofisticación del edificio más alto de Chile y Sudamérica. Le preguntamos si también limpia los vidrios de su casa y contesta con sinceridad que su casa no tiene vidrios. Vive en una precaria caseta en Cerro Navia y demora una hora en el Transantiago para llegar a Vitacura. "Sueño con tener una casa propia con una mesa de pool y un pequeño bar", apunta en su risueño tono flaite.

No le tiembla ni una ceja cada vez que salta al vacío. No tiene por dónde temerles a las alturas. "Nací en un helicóptero. Nací volando", exclama de improviso. Colgado de un arnés del piso 52, cuenta que su familia vivía en la población El Esfuerzo, campamento a orillas del Mapocho, en Vitacura, que se inundó a fines de los 70. El agua les llegó al tope de la casa y sus padres tuvieron que subirse al techo. Su madre embarazada debió ser evacuada y dio a luz en el helicóptero. Cada vez que se descuelga del último piso de la Torre Titanium esa anécdota familiar vuelve a su cabeza.

"José Luis Neira Galaz, deja la cagá", así se presenta el "Helicóptero", como fue bautizado después de contar el relato de su nacimiento. "Mi papá encuentra peligroso mi trabajo. Me dice que me cuide, pero para mí es como si te pagaran por tirarte en benji", apunta. "Acá no hay hombre al agua, hay hombre al cemento. No se puede cometer un error, pero para eso están también las medidas de seguridad. La verdad es que uno se acostumbra. Yo le cuento a todo el mundo que trabajo en el edificio más alto de Chile. Nunca pensé que llegaría hasta acá. Es bacán, es como tirarse un piquero al Mapocho. Me gusta la adrenalina y acá me siento libre como un pájaro", agrega.

José Luis está acostumbrado al riesgo y siempre está alerta. Desde hace dos años que tiene este empleo fuera de lo común, al que pocos se presentan y en el que hay una férrea selección de personal. La Mutual de Seguridad lo sometió a varios exámenes de salud. Sólo pueden trabajar en este rubro personas sin vértigo, problemas cardíacos ni diabetes.

Mientras subimos al piso 53 del nuevo icono arquitectónico de la capital, Marcelo Fuentes, jefe de José Luis, cuenta que, a diferencia del "Helicóptero", algunos de sus trabajadores han desertado al primer día. "A uno le dio miedo y se fue, le tocó un día con viento. No aguantó. No puedo decir que él es cobarde. Este es un trabajo arriesgado".

La capa de esmog a veces no le deja ver la ciudad o la cordillera. Pero después de un día de lluvia, desde su lugar de trabajo incluso vislumbra la curvatura de la tierra. Los pisos superiores del edificio son un remanso en medio del bullicio de Santiago. A sus pies está la salvaje ciudad: los autos que con la altura parecen de juguete y el río Mapocho que asemeja un delgado hilo de agua café. El sol está a sus espaldas. Su día a día está marcado por el sudor frío, la adrenalina y también el peligro. Especialmente, cuando corre mucho viento y el carro donde trabaja (el Califa, siglas de carro limpia fachadas) se balancea y, a veces, llega a moverse tres metros hacia los lados.

Los ascensores se demoran menos de un minuto para llegar al último piso, pero José Luis tarda seis horas en limpiar una hilera de vidrios de un metro de ancho, desde el 53 a la planta baja. Odia los días de lluvia, porque sabe que se van a manchar. Los pájaros también hacen lo suyo. El calor y el frío son otros de sus enemigos.

"Todo juega en contra", dice el jefe de José Luis y dueño de la empresa de limpieza SFH. "Con la calor uno está chato, cuando pega mucho el sol hay que trabajar rápido, porque el vidrio mojado se seca (sale hasta vaporcito) y no alcanzas a limpiar. Con el frío se siente el agua helada. Lo peor es la lluvia. Cero posibilidad trabajar con lluvia. Es trabajo perdido. Además, los motores del carro no se pueden mojar. En dos meses nos han tocado 12 pronósticos de lluvia. También hay que amarrar todo con elástico. No se puede resbalar nada, porque podría caerle a alguien. Hay que subir hasta extintores. El carro funciona con un motor a corriente que se puede incendiar".

Subir la torre levantada por el arquitecto Abraham Senerman y volver a su casa para contarlo es, básicamente, el lema de este limpiavidrios. Tiene dos maneras de trabajar. Usando el carro, en el caso del muro cortina, o simplemente colgando de un sillín para las terrazas laterales, ubicadas cada tres pisos del edificio. Su jornada comienza a las 9 de la mañana y termina a las 3 de la tarde. Junto a sus compañeros, demora una hora en implementar toda su rutina de seguridad y prefiere no almorzar para no perder tiempo en sacarse esos adminículos. Recién a las cuatro de la tarde engulle dos completos rebosantes de ají y ketchup y una bebida light en una Copec al frente del edificio.

Recibe 350 mil pesos al mes. Es poco pensando en los riesgos, pero su sueldo es mejor que cualquier otro del área de limpieza. La jornada es agotadora. Pasa horas parado o sentado limpiando vidrios, sostenido de un arnés y una cuerda, ataviado con vestuario de seguridad, casco, bototos y las respectivas herramientas de limpieza, que incluyen un balde de champú amoniacado. Todos los días recibe una charla de seguridad de parte de su jefe y debe firmar un documento donde se compromete a cumplir con todas las normas, como fijarse que nadie desamarre las cuerdas que lo sostienen desde una estructura metálica saliente, ubicada en el piso 53. Esa hoja es revisada por un encargado de prevención de riesgos, al que apodan "Segurito", contratado por Accura, la empresa que instaló el muro de vidrio de Titanium (la particularidad de este material es que maximiza la entrada de luz y disminuye la radiación solar). Si llega a ocurrir un accidente y no ha firmado esa hoja, su jefe puede ser detenido. También tiene que usar filtro solar en verano y audífonos en invierno.

La rutina de limpieza, a menudo realizada a ritmo frenético, puede producirle molestias en la espalda si permanece mucho tiempo sentado. "Es sacrificado. Cuando hace calor les bajamos con una cuerda una bebida a los compañeros colgados para que no se deshidraten. Tampoco se puede ir al baño. Hay que ir antes o después. No vas a estar haciendo allá arriba", dice el jefe del "Helicóptero". Aun así, pese a estar en situaciones complicadas y de adrenalina al ciento por ciento, José Luis se siente afortunado de que este sea su trabajo y no lo cambia por nada.

Con sus compañeros bromean y cuentan tallas para sobrellevar cualquier atisbo de estrés. "Ustedes han visto alguna vez a un elefante colgando de una cuerda. Mírenlo. Ahí hay uno", dice apuntando a Benjamín Salazar, otro limpiavidrios algo subido en kilos y quien lo recomendó para este trabajo. "Le he tratado de enseñar algunas letras, pero es duro de cabeza", confiesa Benjamín sobre José Luis.

Sólo al final de la conversación, cuando se le pregunta sobre el futuro, la familia y los hijos, el "Helicóptero" muestra su faceta más frágil: "Hace poco que fui a ver a mi papá, porque estaba enfermo, pero hace cinco años que no lo veía. No soy apegado a mis viejos, me gusta vivir solo y no depender de los demás. Convivo con mi pareja, pero no quiero tener hijos. Voy a tener uno cuando tenga una casa como corresponde. Es mi manera de pensar. No saco nada con traer un hijo al mundo si no le puedo dar ninguna comodidad. No quiero darle la misma vida que me dieron a mí".