"¿Por qué me habré ido de Chile, tan bien que yo estaba allá, ahora ando en tierras extrañas, ay, cantando, pero apená. Quiero bailar cueca, quiero tomar chicha, quiero ir al Mercado y comprarme un pequén, ir a Matucana y pasear por la Quinta y al Santa Lucía contigo, mi bien", cantaba Violeta Parra cuando andaba de vueltas por el mundo lejos de Santiago, exponiendo en el Louvre, pero cortando las huinchas por un paseo por la capital.

Los pequenes, en tiempos de la artista, se vendían en el Mercado Central, donde todavía existe una sucursal de la fábrica Pequenes Nilo ofreciendo el producto en mesitas con mantel de hule, a la vuelta del pasillo de los pescados, frente a La Selecta.

Estos pequenes Nilo se fabrican todos los días de 8 AM a 5 PM en la calle Coronel Agustín López de Alcázar Nº 393, en Independencia, pleno barrio de La Chimba y a cuatro cuadras de las tiendas de telas. Ahí, con el arte de un solo pequenero, Benito Conavil, que amasa círculos de harina, sal y manteca a puro uslero y ñeque, son llenados con cebolla cruda adobada con ají color y picante, más un trozo grande de huevo duro y nada más.

- La ciencia -dice el cocinero en una casona colonial que ni se trizó para el terremoto- es que se armen con un poco de aire en el interior para darles firmeza. De esta manera prepara unas dos mil unidades semanales. "Vienen hasta de allá arriba (del sector Oriente) a buscarlas", dice.

Y así le quedan a Conavil: recias y humilditas, regordetas, medio sin gracia a simple vista, como paliduchas, pero por dentro ardientes, colorás, crocantes, cremositas y picantitas. La cebolla picada fina del pino se cuece al dente con el infierno del horno Biggi italiano, traído a principios del 1900 por Pedro Podestá Lira y Luisa Gómez , un matrimonio mestizo que compró el año 1891 la fábrica a Federico Nilo, su fundador. La pareja de ascendencia chileno-italiano-boliviana venía de Bolivia, habían abandonado sus labores en la mina de estaño Patiño Mines de Bolivia y buscando un lugar donde vivir, se encontró con esta casa de La Chimba que se vendía con la fábrica incluida. Ambos vieron en el negocio una manera de cambiar de giro.

Pero la historia del pequén viene de más atrás. La manera de prepararla se inventó en La Colonia, cuando los criollos robaban cebolla a los españoles que descuidaban el mísero bulbo, preocupados de resguardar como hueso santo la carne. Tenían hambre los hombres de a caballo.

- Así, los pequenes partieron siendo las "empanadas del pobre". Pero hoy son la herencia de los tiempos en que se construía Santiago con picardía y un buen vaso de vino tinto-, sugiere Cecilia Podestá, heredera en tercera generación de la fábrica.

Ahora, la familia Podestá entera se dedica al rubro y venden cada empanada a $ 550. Paralelamente hacen conejos rellenos con crema pastelera y mantecados, aunque el fuerte de la producción son los tradicionales pequenes que se preparan ortodoxamente. Dicen que un pequén se come bien caliente con un "tecito puro", nada de earl grey ni edulcorante. Tiempo atrás, cuando no había fiscalización policial, las meseras de los Nilo pasaban por debajo una taza de té con un "áspero tinto raspabuches" -también llamado "tecito frío"- pero ahora la costumbre se extinguió. Neruda y De Rokha adoraban estos amasijos que según Enrique Lafourcade, son "mejoradores del aliento". Pruebe usted y diga si no es cierto.