PRIMERA desobediencia: desmarcarse de la escuela y sus maestros. En 1955, un grupo de alumnos de tercer año de Actuación de la U. Católica, encabezado por Germán Bécker, y donde asomaban Mónica Echeverría, Paz Irarrázabal y Julio Retamal, se alejó del Teatro de Ensayo. "Teníamos distintas visiones sobre la finalidad del teatro", cuenta Echeverría, hoy de 94 años. "Muchos profesores lo vieron como una insolencia, pero éramos solo jóvenes, sin ni un peso y varias ideas incomprendidas", agrega.
Su automarginación escondía un propósito. Pero antes, mucho antes de hallarlo, de los estrenos a sala llena, del financiamiento extranjero y las giras por el mundo, del inusitado éxito en los primeros años de la televisión con La manivela, de resistir la vigilancia del régimen militar e instalarse como la compañía más antigua de Latinoamérica en permanecer sobre las tablas, el Ictus, como fue bautizado en 1955, plasmó sus primeras inquietudes en su nombre. "Era el signo de los primeros cristianos en las catacumbas", explica Claudio Di Girolamo, el ex escenógrafo del Teatro Ensayo que se sumó al grupo. "Eso advertía que, en sus inicios, quiso volver a los orígenes del teatro con escenas religiosas. Por eso, el pez fue y es su ícono".
Existe poco rastro de sus primeras presentaciones en el Teatro Lex, en la actual Facultad de Derecho de la U. de Chile, en el extinto Teatro Talía y el Camilo Henríquez. Su montaje debut, Los suplicantes, el texto de Esquilo del 467 a. C., fue dirigido por Germán Bécker en 1956. Le siguieron La tertulia de los dos hermanos (1956), de Mónica Echeverría, y Cuando los ángeles hablaban con los hombres, anónimo medieval a cargo de Vitorio Di Girolamo. "Esa primera etapa no duró mucho", dice Echeverría. "Sí había público en las funciones, pero asumo que eran piezas sumamente aburridas".
Para 1959, cuando el Ictus se estableció como una Corporación de Derecho Privado sin fines de lucro, Echeverría propuso traducir La cantante calva, primera obra del dramaturgo rumano radicado en Francia, Eugène Ionesco. "Marcó el inicio de una segunda etapa", dice Di Girolamo. "Ionesco era desconocido en Chile, ni siquiera se hablaba del Teatro del Absurdo".
Al año siguiente mostraron La Alondra, de Jean Anouilh, y Asesinato en la Catedral, de T. S. Eliot, en el Teatro Municipal, ambos textos contemporáneos y estrenos en Chile. Por esos años, Nissim Sharim (actual director), Jaime Celedón, José Manuel Salcedo y Julio Jung se unieron al grupo, junto a otros actores del Teatro Universitario de Concepción, como Delfina Guzmán, Jaime Vadell y Nelson Villagra.
"El Ictus convocaba actores, y lo hacía para ser parte de un grupo sumamente novedoso para la época", dice Guzmán. "A mí me llamó Víctor Jara en 1964 para actuar en La maña, que se estrenó al año siguiente, cuando ya habíamos llegado a la Sala La Comedia". Jaime Celedón, otro de los nuevos miembros, viajó por entonces a Europa con una carpeta de fotos, documentos y fichas de los actores. "Había que conseguir financiamiento, y los europeos solían costear producciones, sobre todo traducciones, así que subsistimos gracias a esos aportes y la taquilla", cuenta.
Para mediados de los 60, el Ictus conseguía llenar salas con obras cargadas de pulso social, historias de amor y lucha de clases. Además, estrechó lazos con la Generación del 50, e hizo de Jorge Díaz su autor más cercano, con textos como El velero en la botella y El cepillo de dientes. "Solíamos improvisar mucho en nuestros ensayos. Y luego en las funciones", recuerda Sharim. "Ese fue el gran sello que tuvo el Ictus, la investigación escénica, que era algo muy poco abordado en Chile. Prácticamente jugábamos a actuar". José Donoso fue otro de los autores chilenos reconocidos en colaborar con la compañía. Lo hizo primero en 1982 con Sueños de mala muerte, dirigida por Claudio Di Girolamo, y luego en Este domingo, en 1991, coescrita junto a Carlos Cerda.
Con el golpe de Estado, el grupo en calle Merced se convirtió en un lugar de encuentro. Su éxito televisivo, La manivela, antes transmitido por el canal 13, 9 y el recién inaugurado canal 7, había salido de pantalla. "Las grabaciones de esos sketches fueron quemadas, y creo que no hay registro de ello", lamenta Di Girolamo. Aun así, las obras de ese periodo, como ¿Cuántos años tiene un día? (1978) y Lindo país esquina con vista al mar (1979) no eran sino una "sutil irreverencia ante el régimen. Si hay algo que el Ictus hizo muy bien, fue engañar a la dictadura disfrazando todo con humor, y del bueno", dice Héctor Noguera, quien el 30 de marzo de 1985, previo a una función de Primavera con una esquina rota (basada en la novela de Mario Benedetti), presenció el instante en que el actor Roberto Parada se enteró de que el cuerpo de su hijo José Manuel, sociólogo y funcionario de la Vicaría de la Solidaridad, había aparecido degollado frente al fundo El retiro, camino a Quilicura. Fue uno de los tres ejecutados del Caso degollados. Aún así, Parada, quien estaba en el reparto, salió a escena. "Fue uno de los momentos más dolorosos de esos años", recuerda Delfina Guzmán.
Tras el plebiscito de 1988, el Ictus perduró, pero perdió protagonismo ante nuevas compañías (La Memoria, Teatro Fin de Siglo, Gran Circo Teatro). "Creo que ya cumplió un ciclo, y eso es algo que no se ha asumido como debiera", dice Echeverría. No obstante, Okupación, uno de sus últimos montajes, de 2005, se anticipó al fervor del movimiento estudiantil que puso de cabeza los preceptos en torno a la educación en Chile. "Era un texto muy lúcido, muy con los pies en el presente y que veíamos ocurrir ante nosotros", dice María Elena Duvauchelle.
Hace dos semanas, en el Teatro UC, la reposición de Tres noches de un sábado, uno de sus grandes éxitos, fue el puntapié de los homenajes entorno a los 60 años de la compañía. Le seguirán, a partir del 12 de septiembre, el ciclo de conversaciones Detrás del personaje, en el Taller Siglo XX, con Julio Jung, Delfina Guzmán, Héctor Noguera, y Gloria Münchmeyer. Finalmente, el Teatro La Comedia se unirá a los festejos el 1 de octubre, con el reestreno de La noche de los volantines (1989), de Marco Antonio de la Parra. Dirigida por Paula Sharim, tendrá en escena a Edgardo Bruna y José Secall, ambos parte de su elenco original. "Es el primer reestreno histórico de un ciclo más grande que se está definiendo -cuenta Sharim-, pero que está pensado como una gran celebración por estas seis décadas ininterrumpidas de teatro".