HASTA hace poco tiempo, el sentido común imperante parecía seguir siendo favorable a un modelo prohibicionista en lo concerniente a cuál debería ser el estatus jurídico de la producción, distribución y adquisición de psicotrópicos y estupefacientes. Sin embargo, empieza a advertirse una creciente disposición a revisarlo y a preguntarse si la regulación en Chile, establecida por la Ley 20.000, y comprometida con ese modelo, satisface estándares mínimos de sensatez y adecuación político criminal. La respuesta es negativa.

La pena de cárcel prevista para el tráfico de cualquier droga productora de dependencia física o psíquica y capaz "de provocar graves efectos tóxicos o daños considerables a la salud" -descripción también aplicable al cannabis, según especifica el art. 1º del reglamento correspondiente- es la misma que para un homicidio. Esto muestra la desproporción con la que el derecho reacciona ante este género de delincuencia. Otra evidencia de ello se encuentra en el reconocimiento de la agravante por "agrupación o reunión de delincuentes", que hace obligatorio un incremento de pena, y que en los hechos busca compensar la dificultad que enfrenta el Ministerio Público al intentar demostrar la existencia de una asociación ilícita para el narcotráfico.

La técnica de tipificación de las conductas punibles sienta las bases para una praxis judicial de penalización arbitraria. Esto se vuelve particularmente reconocible en la descripción del así llamado "microtráfico" (art. 4º), cuyos límites resultan inciertos tanto "por arriba" como "por abajo". "Por arriba", porque su demarcación frente al "macrotráfico" depende de que lo traficado sean "pequeñas cantidades", lo cual resulta a todas luces insuficiente como estándar objetivamente vinculante en la aplicación del derecho. Y "por abajo", porque la determinación del umbral mínimo de lo que sería microtráfico depende de que el propio imputado no pueda justificar que las sustancias en cuestión "están destinadas a su uso o consumo personal exclusivo y próximo en el tiempo". Al imponer al ciudadano la carga de probar que no ha perpetrado delito -sino a lo sumo una falta-, la legislación hace difícil reconocer su supuesto compromiso con no criminalizar el consumo.

Pero es en el régimen de investigación y de procedimiento que la regulación muestra su verdadera cara: la Ley 20.000 configura un genuino derecho penal de excepción que exhibe una similitud con la llamada "legislación antiterrorista", especialmente en la validación de técnicas investigativas que comprometen el derecho a la defensa. Aquí no es necesario plantear la cuestión de si, bajo un estado democrático de derecho, puede haber espacio para semejante derecho penal de excepción. Basta con constatar que la regulación vigente ni siquiera logra circunscribir el ámbito en el cual ello pudiera ser marginalmente legítimo. Hacer esto último exigiría admitir, sin hipocresía, que el auténtico problema no consiste en que los habitantes de un país estemos expuestos a conseguir drogas para usarlas como se nos dé la gana, sino en que el narcotráfico -también cuando se lo somete a la más irrestricta prohibición- pueda servir de fuente de financiamiento a organizaciones que puedan desafiar la supremacía del poder del Estado.