La carta de Pedro Lira, El huaso y la lavandera de Mauricio Rugendas, La perla del mercader de Alfredo Valenzuela Puelma o El boxeador de Camilo Mori, son algunas de las piezas infaltables en cada recuento que hace el Museo Nacional de Bellas Artes de su colección, que aunque ya suma más de cinco mil obras, sólo alcanza a exhibir el 1%. Un problema de espacio que suele afectar a todas las pinacotecas del mundo y que en los últimos años ha puesto de cabeza al equipo de conservación del museo local en la misión de reordenar sus depósitos que suman 540 metros cuadrados, pero que siguen recibiendo nuevas piezas cada año.

En la última década las autoridades de la institución decidieron, con el fin de maximizar la rotación de obras, dejar de lado el método tradicional que mostraba de manera cronológica la evolución del arte chileno y extranjero, para armar exposiciones temáticas que cruzaban, a través de nuevos enfoques, obras coloniales, modernas y contemporáneas. Se inició bajo la dirección de Milan Ivelic con los llamados "Ejercicios de colección", y la continuó de forma más radical el director actual, Roberto Farriol, quien en marzo de 2014 inauguró Chile en tres miradas, muestra con una curatoría compartida por un trío de expertos que escogió más de 100 obras que iban desde pinturas de José Gil de Castro, hasta fotografías de Paz Errázuriz.

Aunque llevó el título de "permanente", la muestra duró año y medio y se reemplazó hace sólo un mes con (En) clave masculino, curada por Gloria Cortés, quien vuelca el estudio de la colección sobre el tema de género al cuestionar el rol y la representación del hombre en la historia del arte local. El ejercicio reflexivo ha permitido, sobre todo, estudiar, restaurar y exhibir una serie de obras que no salían de los depósitos desde hace más de 60 años. Otras nunca, desde que ingresaron al edificio.

Es el caso, por ejemplo, de Cristo muerto (1892), el óleo del francés Jean Jacques Henner donado al museo en 1965, y que fue restaurado especialmente para esta exposición, que la revela por primera vez. O la escultura en mármol del chileno Simón González, Remordimiento de Caín (1891), restaurada durante seis años y que ahora recién se enfrenta a la mirada del público. Otra pieza notable es el cuadro José y la mujer de Putifar (siglo XVII), atribuido a Francesco Solimena y perteneciente a la colección del Príncipe Wittgenstein, quien quiso proteger parte de sus pinturas enviándolas a Chile durante la Segunda Guerra Mundial. Las obras fueron compradas por Braden Copper Company, empresa estadounidense que administraba la mina El Teniente hasta 1967, y que en 1962 donó 15 pinturas de este acervo al Bellas Artes.

De las casi 100 obras que se exhiben en esta nueva exposición, por lo menos 30 entran en categoría de rescate inédito. Son las joyas desconocidas del museo.

"Esta muestra nos ha permitido analizar y restaurar una gran cantidad de obras, refrescarlas y catalogarlas mejor. Esa debería ser la misión principal del museo, que debiese utilizar por lo menos un 80% de sus salas a mostrar la colección, algo que no sucede ahora, por privilegiar las muestras temporales. Esta exposición está contemplada para que dure un año, entonces no le veo el sentido al tremendo esfuerzo de curatoría y conservación que se ha realizado", señala la conservadora del Museo de Bellas Artes, Marianne Wacquez, quien critica la gestión en este aspecto el director Roberto Farriol (ver nota secundaria).

Dividida en cuatro ejes, la primera sala dedicada a la identidad masculina exhibe como novedad el cuadro Felipe II y el gran inquisidor (1880), cuadro que tal como los clásicos La carta o La Fundación de Santiago, revela el talento de Pedro Lira, pero que a diferencia de esas emblemáticas piezas, no se había exhibido hace más de 60 años. También de Lira, uno de los más representados en el acervo junto a Juan Francisco González, se exhibe Prometeo encadenado (1883), óleo que se adquirió el año pasado proveniente de una colección privada. Del mismo autor y en proceso de restauración hace año y medio está la obra naturalista Los Canteros, que tampoco ha sido exhibida hace décadas y que Wacquez espera pronto revelar el público.

Otras que también esperan su turno para ver la luz son, por ejemplo, Matineé en un Café Concierto en París de Juan Harris, o Llegada de toreros a la plaza de Sevilla, del español Ricardo Richon-Brunet. De este último se rescata en la muestra el óleo El ciego, una de las piezas más antiguas de la pinacoteca, adquirida en 1910, año de apertura del edificio en Parque Forestal.

Cinco años antes, Alberto Mackenna Subercaseaux, periodista, político y sobrino de Benjamín Vicuña Mackenna, viajó a Europa comisionado por el gobierno para comprar las primeras obras de arte de la nación: se dedicó a recorrer los salones oficiales, ignorando a los nuevos pintores como Cézanne, Picasso y Manet.

Por eso, a diferencia del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires, que sí compró obras de impresionistas, la colección nacional posee una enfoque más clásico, con obras como los desnudos femeninos de Paul-Michel Dupuy, Alsha la hija de las fieras, o La joven del Canario, de Henri De Caisne, ambas exhibidas recién ahora en la sala dedicada al voyeurismo, luego de más de 80 años guardadas.

En esa misma línea, pero de artistas chilenos que en esa época tomaron como referentes las corrientes académicas, está por ejemplo José Mercedes Ortega, pintor formado bajo el alero de Alessandro Ciccarelli (primer director de la Escuela de Bellas Artes), de quien se exhibe por primera vez Mater Aflictorun (1883, copia de una obra de William-Adolphe Bouguereau), y Desolación (1909).

"Existe un prejuicio por estas obras y su origen. Es sabido que la comisión que en 1910 fue a comprar obras a Europa eligió las academicistas y despreció a las vanguardias, y eso ha marcado la colección hasta hoy. Pero no podemos negar esa historia, finalmente es el reflejo de cómo era Chile en esa época, no tiene sentido criticar esas decisiones del pasado, sino preocuparse del presente", resume Marianne Wacquez.