A fines de 2010, Sara Araya (39) recibió un diagnóstico lapidario: cáncer de origen no definido. Después de eso le hicieron cinco transfusiones de sangre y dos de plaquetas. Los médicos del Hospital de Talca descartaron cualquier tratamiento y la mandaron a su casa en Curicó. Allí, junto a su familia, espera que ocurra un milagro.
Su hermano, Pedro Araya, cree que Sara es víctima indirecta de las labores de guardia de seguridad que él realizó en los centros de estudios nucleares de La Reina y Lo Aguirre, en Santiago, entre diciembre de 1988 y septiembre de 1989, mientras era conscripto. Durante ese período, su hermana le lavaba la ropa de servicio a mano.
Hasta ahora, Pedro no se ha sentido enfermo, pero al menos la mitad de sus 64 compañeros que cumplieron la misma función han presentado síntomas y enfermedades típicas de personas que han sufrido exposición a contaminación nuclear.
Distintos tipos de cáncer, problemas digestivos crónicos y neurodegenerativos, dolores óseos e, incluso, malformación congénita de algunos de sus hijos acompañan a la generación 88-89 de conscriptos de La Reina y Lo Aguirre. Muchos recién ahora han empezado a enfermarse.
Luis Yáñez se enteró hace tres meses de que tiene cáncer ocular. Lleva 21 días con quimioterapia y tuvo que dejar de trabajar. Sus familiares y amigos lo ayudan a solventar los gastos. Hace 13 años, Marco Muñoz tuvo cáncer al cerebro, del que se operó. Hoy está bien, y aunque ya tiene una hija sana, no se atreve a tener más. "Me da temor, es riesgoso", asegura.
Desde la ventana
En marzo de 1989, un grupo de conscriptos que cumplía sus funciones en el Centro de Estudios Nucleares de Lo Aguirre escucharon sirenas. Algunos de ellos, entre los que estaban José Huerta, Luis Gómez y Arturo Cofré, recibieron órdenes de secar con toallas un derrame líquido en un laboratorio. Así lo detalla la demanda interpuesta en 2009 por 64 de los afectados, entre los que se cuentan padres de algunos fallecidos, en contra del Fisco y de la Comisión Chilena de Energía Nuclear (CCHEN), por haber sido víctimas de contaminación radiactiva y de un accidente nuclear no denunciado.
La limpieza del laboratorio se hizo sin ropa especial. A lo largo de los días, las prendas se caían a pedazos, desintegrándose. Luego de eso, Arturo Cofré fue a su casa en Curicó y, según relata su padre, Guillermo Cofré, "llegó con su ropa como quemada con líquido de batería". Su hermana, Alejandra, era la encargada de lavarla.
En mayo de ese año empezó con dolores de cabeza y sangre de nariz. Lo internaron en el Hospital Militar y empapaba las sábanas de sangre. Tenía leucemia. Duró siete meses hospitalizado, hasta su muerte, a los 20 años.
"Nunca nos dejaron pasar a la sala en que estaba y no nos dieron explicaciones. Lo mirábamos por una ventanilla de 50 centímetros", relata su padre. No es todo. Hace siete años perdió a su hija Alejandra, que murió de cáncer al hígado. "Estuvo dos meses y 10 días enferma", recuerda.
En agosto de 1990, Luis Gómez falleció de leucemia. José Huerta, que también limpió el laboratorio, tiene una hija de 14 años con malformaciones en sus manos. "Yo estuve allá. El agua venía de alguna parte, me imagino que del reactor, quizás era con lo que lo enfriaban. Nunca supimos".
En enero de 2010 falleció un tercer conscripto, Manuel Mella. También de leucemia.
Sin respuestas
El caso fue denunciado en 2009 por el entonces diputado (PS) Iván Paredes a la Comisión de Defensa, "pero frenaron la investigación", asegura. Por eso, el caso pasó a la Comisión de Derechos Humanos, desde donde se pidieron oficios al Ejército, la CCHEN y diversos ministerios. Nadie asumió responsabilidades.
Para Paredes, la situación es gravísima, ya que además de todo lo padecido por los conscriptos, acusa "negligencia e intención dolosa de encubrir los hechos, primero por parte del Ejército, y luego de las autoridades políticas que trataron de desperfilar el asunto para no truncar el debate nuclear en Chile".