Fue el amor con que la profesora Cristina Illanes les enseñó el arte del zurcido, que ella había aprendido en Italia, lo que hizo que se enamoraran de este oficio complejo, que requiere de manos hábiles.

Las tres aprendieron en la Escuela Técnica Nº 1, en Alameda con Santa Rosa, cuando aún eran niñas. Han trabajado juntas toda una vida y hoy son las guardianas de un quehacer que desaparece.

Fue en 1955 cuando María Eugenia Valenzuela (77) instaló la primera versión de "Zurcidos y Costuras María Eugenia", en Huérfanos con San Antonio. Ese año llegó María Alvarez (68) a trabajar con ella y un poco después se sumó Marcela Ramírez (65). Desde entonces son especialistas en reparar telas rotas por polillas, quemaduras de cigarros o rajaduras.

"Zurcir no es coser, es enmendar la tela sin que se note. Se hace a mano, con agujas especiales que nos permiten abrirnos paso entre las fibras sin seguir dañándolas", cuenta Marcela. Para que el trabajo quede perfecto, rescatan las hebras que sobran dentro de bolsillos o bastas, para no usar hilos nuevos, con los que se notaría el arreglo.

"Antiguamente, la ropa no venía en masa desde China ni se vendía a precio de huevo. Era hecha, con telas nobles, por sastres o por las mamás. Zurcir un agujero en una prenda era una necesidad", dice María Eugenia.

Bien lo sabía el Presidente Jorge Alessandri, su más ilustre cliente durante décadas. Nunca lo conocieron, pues la encargada de llevar la ropa para ser arreglada era su hermana Marta. Pero sí zurcieron sus bufandas y los codos de sus chaquetas de casimir. "El cuidaba mucho sus trajes. Recuerdo que en un discurso le recomendó a la gente hacer durar su ropa", recuerda María Eugenia.

En extinción

En 1982, el taller se cambió al local 13 de una galería en Huérfanos con Mac Iver. Fue un repunte para el negocio, que en sus mejores tiempos recibió gobelinos rajados e, incluso, tapices de auto quemados por cigarrillo.

Hoy siguen atendiendo ahí, rodeadas por una tienda de calcetines, una óptica y un local de uñas acrílicas. María Eugenia tiene dos talleres más -en San Antonio con Monjitas y en Huérfanos con Estado-, donde trabajan las costureras que hacen bastas y arreglos con máquinas de coser. En temporada alta, para el cambio de estaciones, ingresan unas 25 prendas al día.

Las composturas a máquina son su principal entrada, ya que no muchos están dispuestos a pagar los $ 6.000 que cuesta zurcir una prenda, considerando que por la misma plata es posible comprar una nueva. "A la gente ya no le interesa arreglar la ropa; simplemente la bota", dice María.

Aun así existe un público fiel. "Nuestros clientes son abuelas, hijas y nietas que han venido toda una vida, además de gente que trabaja en el centro", dice María.

Por ejemplo, Nuri Durán, que aunque vive en Ñuñoa va al centro especialmente a arreglar ropa que para ella amerita el viaje. "No conozco a nadie más que trabaje así, el arreglo no se nota nada. Hay que buscarlo por el revés para poder encontrarlo", asegura.

Pero las zurcidoras están preocupadas. Ya nadie aprende su oficio y temen que con el tiempo, y con ellas, muera. María Eugenia les ha enseñado a cinco personas, pero ninguna sigue haciéndolo. "El zurcido es para gente muy especial. Hay que enamorarse; si no, no funciona", remata.