Algunas los acompañaron en su ascensión al poder, revisando sus discursos y aconsejándolos. Otras aparecen como esposas devotas y discretas, ajenas a la política. Mujeres oficiales, amantes pasajeras, compañeras de lucha o de habitación; todas han compartido la intimidad de los grandes tiranos contemporáneos. A través de sus historias, en una investigación basada en testimonios y documentación, la periodista francesa Diane Ducret hace la arriesgada apuesta de superar la imagen de frialdad y crueldad para tratar a los dictadores a través de sus relaciones sentimentales.
Un año después del éxito del primer tomo de Mujeres de dictadores, centrado en los líderes de la época comunista y fascista de los años 30 y 40, la autora firma una segunda entrega repleta de anécdotas. En esta ocasión se adentra en la intimidad de seis líderes contemporáneos: Fidel Castro, Saddam Hussein, el ayatola Jomeini, el ex líder serbio Slobodan Milosevic, el ex mandatario norcoreano Kim Jong Il y Osama bin Laden.
Los retratos de estos tiranos reservan sorpresas, como la imagen del ayatola Jomeini limpiando los baños turcos de la casa familiar en el exilio. Al futuro líder de la Revolución Islámica iraní no le parecía normal que su esposa, la imperturbable Khajlila, tuviera que ocuparse de los aseos por los que pasaban cantidad de clandestinos que preparaban el asalto contra el sha. Otra estampa que choca con la de líder autoritario es la de un Fidel Castro recién llegado al poder, jugando con pequeños tanques, como un niño, en una habitación del hotel que tomó como cuartel general y en la que se sucedía una larga lista de amantes.
La afición de Fidel por las mujeres no sólo desencadenaba los celos de sus conquistas, sino que le puso en alguna ocasión en peligro de muerte. Martina Lorenz, a la que obligó a abortar y puso en un vuelo con destino a EE.UU., volvió unos años después a La Habana como espía. La CIA le ofreció US$ 2 millones por envenenar a Fidel. Ella aceptó como revancha. Pero cuando lo vio, volvió a caer en sus brazos y tiró las pastillas al baño. "Los sentimientos eran fuertes... jamás hubiera podido hacerlo, no soy una asesina. Lo quería", dice.
A Saddam Hussein lo perdían las rubias. Como su segunda esposa, la chiita Samira. La primera dama, su compañera de siempre, Sadija, compensaba la falta de atención de su marido con compras compulsivas en Nueva York. Cuando se hace oficial la entrada de Samira en la familia, Sadija se tiñó el pelo rubio platino.
También está Nadjwa, la primera esposa de Bin Laden -tuvo cinco-, quien esperaba el fin de la guerra de Afganistán convencida de que después recuperaría a un esposo. O Mira, que corregía los discursos de Milosevic y cuyo mundo se derrumbó el día que cayó su marido. O la estrella coreana Hye Rim, obligada a aguantar las infidelidades constantes de Kim Jong Il. Cada una tiene una historia propia. Lo que tienen en común es una devoción absoluta y ciega por su hombre.