Si hasta hace unos años usted tenía la cordillera como telón de fondo al correr la cortina de su ventana y hoy mira cómo se limpian los vidrios en el edificio del lado, ponga atención: cada vez a más personas les ocurrirá lo mismo.

Es la vida moderna, que nos está haciendo vivir en altura y en espacios más reducidos, y desde esa perspectiva nos cambia completamente la manera en que nos relacionamos con los demás y vemos el día a día. ¿Le suena un poco exagerado? Sí, efectivamente así suena, pero no lo es. Por eso, a partir de ahora no pierda de vista dos cosas: en la década del 40 se construyeron los primeros edificios en Chile y con éstos -de manera imperceptible-, la vida urbana comenzó a moldearnos de otra manera. Lo segundo, cada vez es más probable que los chilenos vivan en un departamento en algún momento de su vida.

Así las cosas, lo que viene es preguntarse -más allá de la obviedad del mayor o menor espacio a disposición entre un departamento y una casa- si da lo mismo habitar una vivienda en altura o una a ras de suelo. Y la respuesta, lógica a esta alturas, es no. Y más todavía: claro que no, porque la vida en departamentos -está estudiado- vuelve a la gente más desarraigada, es decir, pierde el vínculo emocional con sus metros construidos y está más dispuesta a cambiarse las veces que sea necesario... Hasta hace no tantos años, la mayoría de las personas comentaba que desde siempre había vivido en la misma casa y que ahí estaban todos sus recuerdos. Trasladarse, para ellos, era inconcebible. ¿Hoy? Pregúntele al del lado y va a ver que está más que dispuesto a la mudanza.

Pero eso no es todo, dejar una casa y pasar a un departamento también ha modificado completamente la dinámica interna de la familia y los espacios públicos se utilizan de otra manera. Para qué hablar de los vecinos, si antes podía evadirlos tranquilamente, ahora la tolerancia es una cualidad imprescindible.

¿Más? Se pierden las dinámicas más tradicionales de los barrios. Y algo muy importante, con los departamentos la vivienda adquiere otro significado. "Son lugares que generan poco arraigo, donde se prioriza la seguridad y la funcionalidad y la gente no quiere pertenecer al grupo", dice María Luisa Méndez, socióloga y académica de la UDP.

Ya no se plantan árboles

En un edificio estamos de paso. Así de simple. "El departamento es tu espacio de habitabilidad, pero ya no es el único. Y especialmente para los jóvenes es un espacio transitorio", dice Adriana Palacios, sicóloga social de la UDD. Una idea muy lejana del imaginario colectivo sobre una casa: un lugar para echar raíces, para ver crecer a los hijos, para plantar un árbol.

Los departamentos son el tipo de vivienda que más ha penetrado en el modo de vivir de los chilenos y eso queda en evidencia en cosas tan habituales como mirar por la ventana y perder de vista la Virgen del Cerro San Cristóbal o el Manquehue en un parpadeo. Hoy en día, el 80% de los permisos de edificación que se solicitan en las grandes ciudades de Chile apuntan a la construcción de departamentos, cifra que hace 20 años llegaba sólo al 50%, según estadísticas del Centro de Estudios Condominales. Así, si hoy el 10% de los hogares se cobija en un departamento, en 1992 era apenas la mitad de esa cifra.

"Y el hecho de no sentirse enraizado facilita la movilidad y los cambios", complementa Esteban Calvo, máster en Sociología y académico del Instituto de Políticas Públicas de la UDP, porque podemos dejar los recuerdos atrás y construir nuestra historia en otro lugar sin sentir que no tenemos pasado.

Eso es lo que reflejan también comunas como Las Condes, Providencia, Ñuñoa o Santiago que en los últimos 10 años han multiplicado su oferta de departamentos para todos los gustos y grupos sociales, lo que, sumado a incentivos como los subsidios de renovación urbana que ofrecen algunas comunas, ha significado un acceso más temprano a la primera vivienda: los jóvenes que llegan a la comuna de Santiago desde la década de los 90 son propietarios de una vivienda, en promedio, a los 30 años. Antes de esa fecha, eso ocurría después de los 40. "En mi tesis doctoral tengo incluso jóvenes de 24 años que ya son propietarios de un departamento nuevo y que aspiran a tener dos o tres dentro de la misma comuna de Santiago o en otras comunas pericentrales como Providencia, San Joaquín o Ñuñoa", dice Yasna Contreras, geógrafa del Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales de la UC.

¿De nuevo una exageración? De nuevo la misma respuesta: no. Para que tenga una idea, actualmente, los habitantes de Santiago se cambian de vivienda hasta tres veces durante toda su vida. Y eso conlleva consecuencias en la dinámica de los barrios que Juan López experimenta todos los días como propietario hace 33 años de la verdulería "Marcelita" en la calle Holanda, entre Simón Bolívar e Irarrázaval. Parado en la entrada de su negocio, como le gusta esperar a las caseras, cuenta que antes veía crecer a los niños del barrio, como hoy ve que se levantan edificios. "Hace 30 años este era un barrio de puras casas. Recién a fines de los 80 se empezaron a construir todos estos edificios", dice levantando la mirada. Y con ese nuevo entorno llegó la movilidad de las familias. Por eso, el cuaderno donde anota a los vecinos a los que les fía cada vez tiene menos nombres. "Es mucha gente nueva. Ahora no se puede fiar como antes, hay personas que llegan a vivir por uno o dos meses y se van, sin pagar sus deudas", relata resignado a perder el dinero. Y ya habituado a no tener a diario el diálogo cotidiano y desinteresado con el casero y la casera. "Antes en el local teníamos largas conversaciones con las dueñas de casa, pero cada vez son menos. Ahora sólo se da con las pocas abuelitas que quedan en el barrio y que vienen a comprar".

Hablar bajito y entre menos

Aquí entramos en los efectos de los departamentos en la dinámica familiar y como primera aproximación, dos cosas: lo malo, la falta de privacidad, y lo bueno, las familias deben enfrentar sus problemas simplemente porque los espacios los obligan. Sobre lo primero: a la falta de espacio hay que agregar paredes más delgadas, que no alcanzan a entregar la sensación completa de privacidad. "Si uno quiere discutir con la pareja hay que hacerlo más bajo para que los niños no escuchen", ejemplifica Adriana Palacios, sicóloga social de la UDD. Y en el otro extremo, vivir en menos metros y con menos recovecos exige un mayor contacto cara a cara entre los integrantes del grupo y soluciones más inmediatas a los conflictos... No queda otra.

"El tema espacial va marcando los límites de la convivencia", agrega Palacios, haciendo referencia a otros fenómenos asociados a los edificios como, por ejemplo, la salida de la nana puertas adentro. "Eso tiene que ver con los espacios", agrega Palacios sobre una realidad que a comienzos de la década pasada ya era un hecho: la presencia de empleada puertas adentro disminuyó 40% entre los censos de 1992 y 2002. De 95 mil, bajaron a 60 mil los hogares que las tenían.

La consecuencia más inmediata de eso es la aparición de los niños con llave, es decir, menores que -propiciado por la sensación de mayor seguridad y la necesidad- se quedan solos en el departamento. En Chile, el fenómeno va al alza y atraviesa todos los estratos socioeconómicos. En EEUU fue cuantificado: tres millones de niños menores de 13 años se quedan regularmente solos. "Hay varios casos así en este edificio. Antes, en el barrio, la gente se conocía y el antiguo 'vecina, voy a salir un rato, ¿me cuida al niño', no se ve. Olvídate. Ya no existe", cuenta Claudia Varela, quien desde hace 14 años vive en el séptimo piso de un edificio en Ñuñoa.

Y justamente la vida en alturas también ha cambiado nuestros números: en 1996, los hogares tenían, en promedio, cuatro integrantes, el 2009 era de 3,5. Es decir, los abuelos ya no están viviendo con sus nietos. Eso era en otra época, porque lo que se está viendo hoy es que algunas familias, al no poder tenerlos en el mismo departamento, consiguen otro departamento en el mismo edificio para tenerlos cerca, pero no tanto.

Vivimos más apretados, sí. La superficie promedio de departamentos vendidos bajó de 95,4 m2 en 1993 a 69,5m2 en 2011, según Collect GfK. ¿Hacinados? No hay claridad. Jorge Larenas, director del Invi de la U. de Chile, explica que los indicadores de la OMS apuntan que las condiciones adecuadas exigen entre ocho o 12 metros cuadrados como mínimo. "Pero, en general, estos indicadores se utilizan poco porque hay otros elementos culturales en juego". El hacinamiento se da cuando, en promedio, existen 2,5 personas en un mismo dormitorio. ¿Quién lo regula? "El mercado y el bolsillo", responde Walter Folch, director de la Escuela de Arquitectura de la U. Central. Y pone un ejemplo. En Chile, hay una norma para altura: 2,3 metros desde el piso hasta el cielo de una vivienda. "Esa norma de altura mínima fue contraproducente, porque ahora se cumple el mínimo y las viviendas se han ido achicando", explica Folch. Hasta antes de esa norma, las viviendas tenían, como mínimo, dos metros y medio de alto. Otro dato: el 94% de los que viven en casa están satisfachos con su tipo de vivienda; el 58% de los que viven en departamento preferiría una casa.

El jardín del lado

Ya está dicho, en los departamentos no se plantan árboles -aunque hay quienes lo logran-, pero a cambio, incentivan las prácticas sociales y culturales fuera del hogar. "Las necesidades de ocio, esparcimiento y socialización son las mismas de siempre, pero los lugares donde se dan son los que cambian", comenta María Luisa Méndez. Sin patio, sin terraza, sin quincho como en una casa, cuando se vive en departamentos hay un mayor aprovechamiento de los espacios públicos que ofrecen los barrios y la presencia de la comunidad ha servido incluso para darle vida a sectores antes decaídos, como los barrios Lastarria o Matucana, ejemplifica Francisco Sabatini, sociólogo y urbanista de la UC.

"Las personas que viven encerradas en altura tienden a buscar en el exterior lo que no encuentran en sus departamentos", cuenta Florencia Vivanco (22), quien desde su ventana en el noveno piso de su edificio Bellavista 165 mira el Parque Forestal. Cuando el clima la acompaña, agarra su botella de agua, cruza la calle y sale a recorrerlo o busca un banco para sentarse a leer. "Es un lugar precioso, lleno de personas y de vida. Es un espacio con harta onda", cuenta. Florencia descubrió la vida en el parque desde que dejó la casa de sus padres, en el sector de Vitacura con Las Tranqueras. A pesar de ser un barrio que tiene plazas en abundancia, no tiene recuerdos en ellos. El patio con piscina de la casa de sus papás no invitaba a dar vueltas por el barrio.

Teniendo en cuenta eso es que cada vez más la oferta de departamentos pretende entregar la sensación de una casa: jardines, piscinas, salas de eventos e incluso quinchos. ¿Cuánto se aprovechan? Poco. "Están en terreno de nadie, es difícil sentirlos como propios. La gente no se preocupa si la piscina está sucia, como lo haría en su casa", dice Esteban Calvo. En la casa, en cambio, las personas toman el cuidado en sus manos: limpian sus piscinas, sacan la basura y barren las veredas. Eso explica que sólo el 20% de los copropietarios de departamentos utilice esos espacios comunes.

Además, utilizar esos espacios significa estar dispuesto a compartirlos con los vecinos. Una escena que pocos quieren protagonizar. "Vivir en departamento te obliga a una dinámica comunitaria a la que no estamos acostumbrados", dice Adriana Palacios. Un desafío a la tolerancia, que deja en evidencia lo incómodo que nos resulta compartir tan íntimamente con desconocidos. Y el resultado se ve en el aumento de las denuncias y reclamos por convivencia.

Los primeros en recibir las quejas son los conserjes. "Las personas recurren a mí para solucionar todo tipo de problemas. Que el pasillo está sucio, que el vecino mete ruido, que se echó a perder algo o se le perdieron las llaves. Acá uno es abogado, profesor, gásfiter y guardia. El otro día se me acercó una niña a preguntarme cómo podía escribir una carta de amor", cuenta Fernando Garrido, quien lleva dos años como conserje del edificio Espacio Real, en Ñuñoa.

El boom inmobiliario de edificios y condominios fue regulado por la ley de copropiedad de 1997, pero la complejidad de la vida en comunidad ha obligado a hilar más fino en el establecimiento de normas. Por eso, hay edificios que tienen un reglamento interno que regula detalles más específicos: velocidad de los autos al ingresar, horas de descanso no puede volar una mosca o si se permite tirarse bombitas en la piscina.

Bajo la ley también se crearon instancias de mediación en los municipios. En Providencia, por ejemplo, hace 10 años se recibía un caso al mes y hoy es al menos uno diario. La efectividad es alta: se resuelve un 70% de los casos. El otro 30% termina en los juzgados de Policía local o en tribunales.

El otro ejercicio que exige la vida en departamento es organizarse. ¿Resulta? A veces. Las asambleas no son una invitación que despierte el interés de los vecinos. "Siempre llegan menos de la mitad. Acá tenemos alrededor de 390 departamentos y llegan 76", cuenta Beder Cisterna, presidente de la comunidad de edificio Espacio Real. Juan Carlos Latorre, presidente del Colegio de Gestión y Administración Inmobiliaria, tiene una opinión similar. Cuenta que hay reuniones de administración que pueden resultar un éxito. Que la gente se pone de acuerdo. Pero igual queda de manifiesto la dificultad de enfrentarse cara a cara. "Cuando termina la reunión te hablan en privado de problemas con vecinos y puedes pasar horas escuchando quejas. Pero no las dicen en público". Cisterna no olvida una fecha: "La vez que nos conocimos todos fue para el terremoto… Y en paños menores. En una catástrofe".

Del glamour a la practicidad

La historia de los departamentos está marcada por la búsqueda, en la vorágine urbana, de mejores viviendas y más económicas. Así lo definió Justin Davidson, crítico en Arquitectura del New York Magazine: cuando nos quedamos sin tierras se construyó hacia arriba; cuando nos cansaron las escaleras se creó el ascensor, y cuando un par de pisos no fue suficiente aparecieron los rascacielos.

Los departamentos en Chile aparecieron con fuerza en la década de los 40 con dos focos: como soluciones para los trabajadores públicos y con una mirada de arquitectura especial con la que la clase alta quería marcar diferencias. En los 60, los edificios ya dominaban barrios completos, como ocurrió con la Villa Portales. Harta más historia esconde Man- hattan. Para el neoyorquino más refinado de mediados de 1800, una vivienda de un solo piso con extraños en el techo resultaba una idea insoportable hasta que en 1870, el arquitecto Richard Morris Hunt logró superar la mirada escéptica, con un edificio que conjugaba estética y pragmatismo. ¿La clave? Terminaciones de lujo. El Times habló de una revolución domiciliaria: las parejas jóvenes podían acceder al centro de la ciudad y las familias con una mejor posición asintieron porque les permitían ahorrar. Para el cambio de siglo, las mansiones eran consideradas un lastre de derroche.

La crisis económica y la posguerra nivelaron los parámetros del esplendor residencial. La nueva tendencia fue edificios más modestos, pero aun elegantes.