Dos escenas para un mismo sitio. Cuando estamos encerrados en un auto sofocados por el calor frente a una luz roja, fijamos la vista en el semáforo del sentido contrario para ver en qué minuto aparece la luz amarilla que nos alerta que, por fin, la espera va a llegar a su término y vamos a poder seguir nuestro camino. Cuando somos peatones tenemos más suerte: en algunas esquinas hay semáforos con cuenta regresiva que nos advierte segundo a segundo cómo se va terminando la espera. Es que, finalmente, eso es lo que más nos molesta de esperar: no saber con exactitud cuánto tiempo vamos a estar detenidos aguardando que lo que tiene que pasar, pase. Que llegue un amigo a una cita, que nos atienda el doctor o que cambie la luz del semáforo.
Y los estudios demuestran justamente eso. Que somos mucho más pacientes cuando tenemos una idea de cuánto tiempo vamos a estar esperando, tal como se lee en una nota aparecida en junio pasado en Slate. Es por esto que muchos lugares donde estamos condenados a esperar sí o sí lo han ido resolviendo con algunas fórmulas para que no nos hagamos esas incómodas preguntas. Un ejemplo. ¿Se demora menos el carro del metro en aparecer mientras usted está pegado en las pantallas que ahora invaden las estaciones del tren subterráneo? No, pero pareciera que sí. Ahí tiene una muestra. Dick Larson, profesor del Massachusetts Institute of Technology (MIT) que ha estudiado el fenómeno de las filas, pone otro ejemplo que cita la misma publicación: en Disney usted puede esperar 45 minutos para un recorrido que dura menos de 10. ¿Qué marca la diferencia? Que usted espera con mensajes que calculan los tiempos de espera junto a varios puntos y a usted le queda la sensación de que llegará antes de lo que tenía previsto esperar. De esa manera, su espera es feliz.
También hay un tema emocional de por medio: hacer una fila es aceptar un mecanismo humano de justicia. Y esperamos nuestro turno de acuerdo al orden en que nos pusimos detrás de una persona. Cuando vemos que la gente que llega después de nosotros es atendida antes o se va antes, nos produce enojo, dice Larson.
Está bien. A veces hay excepciones. Si estamos con la idea de hacer una visita relámpago al supermercado, pero tenemos un carro con hartas cosas más de las que teníamos en mente, no es descabellado dejar por delante de nosotros a alguien que lleva solo una cosa y que no nos demorará al punto de sacarnos de quicio. Tampoco suena descabellado dejar que un paciente más crítico que uno sea atendido con prioridad en una sala de emergencia. Pero en la mayoría de los casos, exigimos justicia social.
Es que todos tenemos el mismo derecho a ser atendidos de acuerdo al orden de llegada. ¿No le ha pasado en la fila de comida rápida que elige la equivocada y esa persona que llegó mucho después que usted se fue antes con su hamburguesa a la mesa solo porque su fila es más lenta? Eso enoja. Y harto.
Pero ese asunto fue resuelto cuando una mente brillante -autoría que se disputan varias compañías extranjeras- inventó la fila serpenteada. Visualmente son aterradoras: una enorme cantidad de gente separada por cuerdas o barreras en zigzag que puede llegar muy lejos. Pero nos da lo que queremos: justicia social. No hay posibilidad de que quien llegó después de nosotros llegue al módulo de atención antes. No es más rápida. Tampoco un lujo a la vista. Pero al menos hace la espera menos irascible. Eso ya es un punto.