Si ayer en Lollapalooza hubiese que rastrear una sola huella que ilustrara ese viejo adagio de "juventud, divino tesoro", ni siquiera habría sido necesario esperar el despegue de la cita: sólo bastaba con observar los accesos previos. Si la publicidad y el inconsciente colectivo han vinculado la lozanía veinteañera con energía a todo minuto, vigor invulnerable al cansancio y a la hora del día, los asistentes al evento arribaron en masa al Parque O'Higgins mucho más temprano que en otros años, con largas filas que remataban en la estación de metro, y adolescentes apiñados muchos antes que se abrieran las puertas.
"Esto no se veía desde el año que estuvo Pearl Jam", corroboraba Maximiliano del Río, de la productora Lotus, los responsables del espectáculo. De alguna manera, la imagen ratificaba que este 2016, el festival más convocante del país ha evolucionado bajo el síndrome Benjamin Button: mientras más han transcurrido los años, más se ha rejuvenecido su audiencia.
Ayer se veían no sólo veinteañeros, la tribu habitual de la instancia, sino que también muchos grupos cuyos miembros apenas superaban los 15 años, hablando por Whatsapp con compañeros con los que sólo 24 horas antes de seguro habían coordinado algún trabajo colegial. Millennials que reprodujeron aún más ese gusto por el autorretrato encarnado en las más diversas selfies y que incluso perfeccionaron la ya clásica corona de flores apretada sobre la frente inmortalizada como prenda ineludible de la militancia Lollapalooza: ahora también portaban algunas confeccionadas con títeres y conchas marinas. El evento finalmente se ha convertido en su hábitat y su tierra prometida, con los mayores de 30 aparecidos como forasteros en un mundo extraño. Según datos de los organizadores, todos ellos alcanzaron las cerca de 70 mil personas durante el día, sin entregar cifras más específicas.
En rigor, se trató de una multitud casi concentrada en la mañana y que tuvo menor flujo durante el resto de la jornada, dejando varias áreas sin problemas para el tránsito. Como premio a esos madrugadores, Lolla abrió sus puertas al mediodía con la fanfarria clásica de Star Wars, mientras el público se agrupaba frente al escenario Itaú, donde los chilenos Ases Falsos tuvieron la misión de dar la bienvenida.
Una presentación bajo el gusto de la revancha luego de la olvidable performance de Fother Muckers -su nombre anterior- en 2011, aunque con una pequeña polémica. Cuando sobre el final interpretaban Simetría, la canción chilena más hermosa de esta década, la producción decidió cortar el audio, ya que había llegado el turno de Movimiento Original en la tarima contigua. Un traspié de horarios con el que lidiaron todo el día: por minutos, los escenarios centrales casi siempre toparon su sonido entre un espectáculo y otro -sintomático en Eagles of Death Metal y Albert Hammond Jr.- y hubo algunos retrasos de consideración, como en los impecables The Joy Formidable.
Quizás ese ajuste en las horas reflejó el nivel oscilante del cartel, con números aplaudidos de modo sólo entusiasta (Javiera Mena, Jungle, Walk the Moon) y otros prescindibles (Candlebox), pero ninguno en el casillero de memorable. Una podio que sólo se alcanzó al anochecer, con la salida de Tame Impala, la fiesta de Zedd en el apartado electrónico de Movistar Arena y el desmadre tecnologizado de Jack Ü, el proyecto que cuenta con apenas tres años de vida y que incluso ya tiene poleras con su símbolo (lo que desmiente que los estampados sólo se lo ganan las leyendas).
En el cierre, lo de Eminem fue punto aparte: su fraseo provocador, su calidez con el público y su cancionero imbatible entregaron un crédito de mayor bagaje a un Lolla Chile siempre monopolizado por esa frescura que eterniza la juventud.