Alberto Silva Pérez se mueve principalmente en su comuna, San Bernardo, entre los meses de abril y octubre. Pero los viernes se traslada, religiosamente, hasta la estación Manuel Montt del metro y es posible verlo, desde las 7 de la tarde, en distintas calles de la comuna de Providencia. Parque Inés de Suárez, Bilbao hasta Pedro de Valdivia, Eliodoro Yáñez hasta Plaza Italia y Seminario hacia el sur son, ese día, territorio de Alberto, quien también llega, cuando se anima, a La Reina, Ñuñoa, Las Condes y Vitacura. "Eduardo Ravani y Fernando Alarcón, del Jappening con Ja, y Los Venegas en Plaza Egaña, son clientes míos", asegura.
La temperatura sube y el invierno santiaguino parece querer despedirse. Malas noticias para el vendedor de motemei. Es el frío su gran aliado y si se acompaña de hambre, mejor aún. Conoce el antídoto para ambos males y lo comercializa, tal y como, desde la época de la Colonia, generaciones de moteros como él lo han venido haciendo. Un grito basta para saber que Alberto se aproxima. A estar atentos, que este es su pregón: "El motemei, pelao el mote, ¡calentito el motemei!".
Tiene 49 años y ya a los 12 un amigo le preguntó si quería salir a vender el mote, que no es el de trigo que en verano se acompaña de huesillos y refrescante bebida, sino el de maíz, que se pela con ceniza y cuece en agua, en un proceso costoso que puede llegar a tardar hasta 9 horas. Ello, gracias a que hoy el maíz viene desgranado en sacos de 50 kilos, los que Alberto compra a 12 mil 500 pesos.
"Antes salía a las plantaciones a rastrojear. Me iba a Calera de Tango, Rinconada de Chena o Nos y, con permiso de los dueños, recogía lo que iba quedando en el camino. Volvía feliz en mi carretón, cargando hasta cinco sacos. Entonces había que desgranar el choclo a mano. Pero ya no hay rastrojos. Ahora unas máquinas van cortando la caña y moliendo todo; el maíz cae a un lado y lo que sobra se lo dan a los animales. No se puede rescatar nada, hay que comprarlo", cuenta.
En un día cuece 20 kilos de maíz. "Empiezo a las 11 de la mañana hirviendo en agua el grano, durante una hora. Luego le echo la ceniza para que suelte el hollejo, que es muy duro. Después hay que lavarlo, sacarle la ceniza y el carboncillo, echar el maíz a un segundo ollón e iniciar la cocción", explica, añadiendo que en dicha elaboración se consume un balón de gas de 11 kilos completo, diario.
Alto costo, si se considera, además, que al tiempo empleado hay que sumarle las largas caminatas por la ciudad. Alberto es, en esencia, un callejero. Trabajó como copero en un restaurante hindú y también en una panadería. Siete meses aguantó bajo techo. "Le tengo fobia al encierro, me desespero. Yo soy callejero", dice. Viene de una familia en la que "cada uno tiraba para su lado, de papás separados y dos hermanos que ya fallecieron. Andábamos todo el día peluseando en la calle, no íbamos al colegio, yo no tengo estudios, nada", confiesa.
Corrían los 70 y Alberto aprendía rápido: "Dios me dio un don: mi vozarrón, que es importante para pregonar el producto. En esos años lo vendía a dos pesos la taza y yo fui el primer motero de San Bernardo que salió de la comuna. Eramos como 20 y nos andábamos pegando cabezazos. Entrabas a una cuadra y un colega aparecía en la otra esquina. Así es que me fui a buscar nuevos horizontes".
Al comienzo no le fue mejor. Vagabundeaba con un farol que era su orgullo y su canasto bajo el brazo, respetando fielmente la tradición. Cuando las distancias eran muy largas, montaba una bicicleta. Hasta que lo asaltaron. "Andaba en la población San Gregorio y unos cabros me cogotearon. Me quitaron la bicicleta, el farol, la plata y el motemei. Y de paso me dieron un punzazo en la espalda". Todo mal.
En otra oportunidad quiso responder con humor a las bromas de unos adolescentes que le preguntaron por "el mote". "Claro, tengo de a 5 y de a 10", respondió Alberto, con tan mala suerte que una patrulla de Investigaciones que pasaba por ahí, lo detuvo y revisó de pies a cabeza, hasta cerciorarse que realmente no eran drogas lo que vendía.
Pero en estos días de más calor ya comienza a costarle comercializar el motemei. "Me clotió el cambio de hora", dice. "Aunque anoche me fue bien, no me quedó ni para venirme picando de vuelta". Envasado en bolsas de medio y un kilo, Alberto comercializa a 1.200 pesos el kilo de este alimento que muchos prefieren bien caliente y sólo con azúcar o miel, pero que hasta con leche y en ensaladas viene bien. Antes lo acompañaba de castañas y piñones cocidos, además de camote. "Hasta que se puso medio flojo, decayó el negocio", dice y agrega: "Igual me siento satisfecho cuando veo que la juventud está comiendo harto mote. Hay niños que bajan ocho pisos de su edificio a preguntarme qué llevo. 'Motemei', les digo. 'Ahh, ¿me espera?' Y vuelven a subir. Tengo que esperarlos como media hora. Pero vuelven y me compran", remata risueño.