Era buena para el negocio cuando chica. Soy la menor de seis hermanos. Mi papá murió de cáncer al estómago cuando yo tenía tres. Por lo mismo, mi mamá tuvo que entrar a trabajar y no estaba en las tardes. Eso nos dio un grado de libertad muy importante, como poder vender cositas hechas a mano en la calle y sanguchitos en la puerta de mi casa. Mi hermana mayor me ayudaba a hacer las manualidades, que eran espaditas que luego le daba vergüenza vender, así es que iba yo a Alameda -calle donde vivíamos- y las vendía a parejas que me las compraban sólo para que me fuera rápido y pudieran seguir pololeando.

Hice tres años de ballet. Recuerdo que entrenaba todos los días después de clases. En ese tiempo era muy delgada -yo creo que porque era muy mañosa para comer- y quedé seleccionada para formar el cuerpo de ballet profesional en el Teatro Municipal, pero mi mamá no me dejó, porque eso implicaba un cambio de colegio, de rutina y de vida. Era feliz bailando, aunque nunca fui muy disciplinada, siempre fui más parte del grupo de las empeñosas.

Nunca he sido más pobre que lo que fui en Argentina. Tras el Golpe, me tuve que ir para allá con mi marido y nuestras dos hijas. Lo pasamos mal, porque no teníamos pega, no teníamos plata, no teníamos nada. Nos prestaron un sucucho en Buenos Aires, que era en un quinto piso sin ascensor. Subir escaleras con una niña de dos y otra de cuatro era agotador, ahí no teníamos refrigerador y casi faltaba para comer. Después de eso, pudimos irnos a México, donde viví hasta el 79. Ahí trabajé vendiendo enciclopedias británicas y tuve una hija. Nunca he sido más militante que allá. Entre los chilenos exiliados juntábamos plata y la mandábamos a Chile para ayudar. Tu definición política, recuerdo, definía tu forma de vida allá. Fueron lindos, pero duros años.

Me queda poco margen para la vergüenza propia. Recuerdo que en el Congreso, hace muchos años, estaba conversando en una bancada que no era la mía. En eso suena la campanilla, empiezan con la introducción, me doy cuenta de que todos están sentados y me moví para llegar rápido a mi lugar. En eso, me tropecé dando botes en la mitad del hemiciclo, mientras yo pensaba: ¿Por qué no me matas, Dios? La muerte al menos tiene una dignidad: habrían dicho que me morí y listo, mucho más fácil y menos vergonzoso. Pero no, como las tontas, me caí y se me subieron las polleras frente a todos. Fui una indigna. Cuando estaba en el suelo sólo pensaba en Margaret Thatcher cuando se desmayó. ¿Por qué, mejor, no me desmayé? No sé. Traté de no mirar a nadie, porque escuchaba risas. Los únicos que se pararon a recogerme fueron los radicales, porque son viejos y más caballeros. Cuando me senté traté de no existir más. Siempre pienso: por último, me sacaban en camilla, pero no, fue lo más humillante que he vivido.

No aceptaría liderar otro ministerio. Cada detalle de este trabajo podría dar para enloquecer a alguien. Cuando la Presidenta me llamó para ofrecerme el cargo, no fui capaz de pensarlo racionalmente. Si estaban pensando en mí era porque me la podía, así es que le di para adelante y dije que sí inmediatamente. No me interesaba que fuera impopular y difícil. Fue más tremendo cuando me nombraron ministra de Bienes Nacionales, porque no sabía ni de qué se trataba el ministerio. Ahí sí estaba asustada, porque es un ministerio muy jurídico, pero no es el caso en este momento.

Les falta una causa clara a los jóvenes hoy. Si hubiese sido estudiante en esta década, habría ido a las marchas estudiantiles del 2011. Lo digo por las causas que defendían. Hoy, escucho a los jóvenes decir una gran cantidad de cosas que no corresponden a la realidad. Me parece bien que los jóvenes se expresen, digan y apoyen, pero me encantaría también que valoraran lo que ellos mismos logran. Ellos han logrado muchas cosas por sus movilizaciones y presiones, pero nada los deja muy contentos. Por lo mismo, no logran valorar sus cambios.

A los 30 años habría pensado que la gente que tiene 69, como yo hoy, es totalmente anciana. Pero hay un cambio de mentalidad y otra actitud ante el tema. Yo ya no le tengo susto a la vejez, me da más susto vivir sola, que me pase algo y no poder llegar al teléfono o no alcanzar a llamar a alguien para pedir ayuda. En las conversaciones con mis amigas se nota que el tiempo pasa: conversamos más del pasado, algo de presente y poco del futuro. También pasa que un alto porcentaje de la conversación son achaques, me duele acá o acá, y los típicos "tómate esta pastilla, que es maravillosa". El mundo de las buenas amigas y de las hijas es fundamental para pensar la vejez. La sensación de compañía es importante.

Me río de ser una solterona con su gato. Al final del día, terminé aceptándolo. Dedicarme al servicio público ha significado una demanda personal fuerte, y no sólo por un tema de horario. No me quejo de mi trabajo, aunque de vez en cuando igual me dan ganas de dormirme una siesta. Cuando uno es más joven se pagan más costos, porque es difícil vivir relaciones de pareja estables cuando hay uno que por distintas razones se destaca más, gana más o tiene un trabajo más visible. Imagino que les pasa a muchas mujeres. Eso en algún minuto fue problema en mi vida, pero ya no lo es. Ahora estoy más asumida y me río de eso.

Me relajo tirándome arriba de la cama y mirando Moisés de TVN. Eso cuando puedo, que es casi nunca. También cuando voy a Valparaíso, leo los documentos que tengo y después juego en mi computador al Sudoku y Mezcladito, que se trata de competir por quién hace más palabras en dos minutos. Tengo pésima relación con la tecnología, pero suficiente como para poner Netflix y mandar correos por mi computador. Tengo un Facebook que uso poco, porque no tengo tiempo. Cuando entro soy de las mironas para chochear con mis nietos, que viven en Londres con mi hija menor. No me meto a Twitter, porque no sé sintetizar y porque por una buena te llegan 15 horrorosas, así es que cuando tuve me dije: ¿Para qué pierdo tiempo en esto? Prefiero jugar Mezcladito.