Me siento tan chileno que no he querido sacar la nacionalidad española. Vivo hace años allá y mis hijos son españoles, pero por rebeldía me he opuesto. No necesito ser europeo para sentirme del primer mundo. Además, estoy muy orgulloso de andar con mi pasaporte chileno por todo el planeta. Me siento muy crecidito cuando no necesito visa como la mayoría de los países latinoamericanos. Los más enfadados son mi familia, porque cada vez que entramos a Europa todos se van por la fila rápida y yo tengo que hacer la de los extranjeros.

Me he hecho cirugías. La primera fue una lipoaspiración, porque tenía un rollo que me tenía apestado. Quedé muy contento con ese resultado. Ahora me gustaría operarme la papada terrible que tengo, pero no sé si me haría algo más que eso. No me interesa hacerme de nuevo tampoco, porque entiendo que la cirugía no tiene que convertirse en la primera prioridad del ser humano. Aunque mi trabajo diga lo contrario.

Me decían "Calafito", porque mi padre era vendedor de confites en Calaf. A esa confitería iba con mis compañeros de curso a comer chocolates al local. Viví intensamente ese negocio, porque me parecía entretenido y grande. De ahí, creo, saqué lo trabajólico. Eso fue en Antofagasta. Antes vivíamos en Avenida Independencia, donde no se podía escapar del ruido y el ajetreo de la ciudad. Después de un tiempo mis padres se cambiaron a una casa más confortable, donde tenía patio grande para jugar.

De chico fui díscolo. Tenía las mejores notas, pero era el más desordenado de la clase. No era el típico mateo aburrido. Participaba de todas las tonterías que se organizaban y lo pasaba igual de bien que el resto de mis compañeros haciendo un montón de maldades. Pasaba afuera de la sala, porque era muy conversador. Pero, por otra parte, tenía buenas notas y hablaba muy bien, así es que destacaba. Intentaron echarme muchas veces del colegio, pero no podían, porque tenía las mejores notas. Me dediqué a cultivar amigos que tengo hasta el día de hoy.

La cirugía plástica es un arte. Lamentablemente, hay una falta de cultura en torno a ella. Se cree que la consulta de un cirujano es una tienda donde la gente puede elegir lo que quiere llevar, pero yo no trabajo así. La esencia de un médico en esta especialidad es que tiene que ser un buen consejero y un artista que entienda y pueda darle un consejo a una persona. Antes de operar converso mucho con los pacientes. Muchos, a veces, se van sin ninguna cirugía o se terminan operando algo que no esperaban. Primero leo la personalidad del paciente y luego opero.

Jamás he puesto ni pondría un peso para hacerme publicidad. Ha sido duro, porque la clínica-boutique que tengo en España genera muchos gastos. Si bien me costó mucho establecerme en Europa, de a poco se empezó a correr la voz del buen resultado de mis operaciones. Allá el mercado de la estética está muy destruido, porque es muy potente el marketing, y lo que funciona son las compañías dirigidas por ingenieros. Hay centros llenos de especialistas donde te asignan a un médico y la persona no sabe con quién se opera. En Europa soy el cirujano del dato. Hasta aparecí en revista Vogue.

Soy vanidoso, pero no vivo de la vanidad. La vanidad hay que disfrutarla en su justa medida, porque no se puede andar comprando cosas para hacer de tu vida lo que la moda quiera que sea. Me gusta la estética de la ropa, por ejemplo. Si salgo con amigos me pongo unos pitillos coloridos, si vengo a trabajar me pongo ropa más formal, pero que tenga elementos que la distingan. Eso es tener un sello, pero no gastar desmedidamente, porque en realidad tengo cosas bastante normales en España y en Chile. Tengo una cuota de vanidad importante, pero medida.

Soy un obsesivo del orden. Mis casas en Chile y España tienen que estar perfectas siempre. Con mi señora somos iguales en eso: la casa tiene que estar bonita para vivirla uno, no para que la disfruten sólo las visitas. Y eso lo transmito en la vida: las cosas son para disfrutarlas uno, no para lucirse con el resto.

Toda mi ropa está duplicada. Como viajo harto, prefiero comprar todo doble: los pantalones, zapatos y chalecos. Si me gusta algo, me compro dos cosas de lo mismo. Eso lo hago para no transportarme con maleta y así no sentirme de viaje. Si no lo hiciera andaría por la vida como si no fuera de ningún sitio y probablemente tendría una sensación de no pertenencia. Eso sería atroz, así es que agradezco llegar a mi casa en Santiago, abrir el armario y sentir como si estuviese en Europa: la misma visión y la misma ropa.

Le tengo miedo a la vejez, pero no a la muerte. Soy tan activo y me gusta hacer tantas cosas, que no podría soportar vivir una limitación física irrenunciable. En cambio, morirme no me preocupa, porque uno tiene ese día marcado. Eso sí, me revolvería en mi tumba si me percatara de que no he vivido la vida como quisiera. Antes me daba miedo morirme, porque mis cinco hijos estaban muy chicos, pero el tiempo pasa y ya están más encaminaditos, así es que hay temores que ya no son tema. Incluso, me he decidido por hacer deportes que tienen un poco de riesgo, aunque claramente no tengo interés en que me pase algo.

No me cabe en la cabeza que los chilenos no tengamos derecho a voto en el extranjero. Uno se siente poco tomado en cuenta. Aunque no vivo en Chile regularmente, estoy muy preocupado de las cosas que pasan en el país. Las leyes no pueden obligarte a que vivas aquí o que cuando toquen elecciones vengan todos los chilenos a votar. Esa es una situación absurda. Me parece bochornoso que mi país natal no me deje tomar decisiones en torno a lo que pasa en él.